Zona de mutación

La inmadurez

Hay una pasión que identifica a todas las edades: la inmadurez. Un especialista en el tema, desde una poética personalísima, no es otro que Gombrowicz, el escritor polaco que recalara veinticuatro años en la Argentina, lo que por lo tanto, le da autoridad moral y espacial en el tema. Dice Witoldo: “La maldición de la humanidad es el hecho de que nuestra existencia en este mundo no soporta ninguna jerarquía fija y bien definida, sino que todo fluye sin cesar, todo rebosa, todo se mueve, todo el mundo tiene que ser percibido y valorado por todo el mundo, y el concepto que tienen de nosotros los zopencos, fantoches y lerdos es no menos trascendente del que tienen los perspicaces, ilustrados y sutiles. Porque el hombre depende hasta los tuétanos de su reflejo dentro del alma de otro hombre, aun cuando esta alma sea cretina”. (Ferdydurke). Esto es un punto de partida que puede parecer a que incordiar es sostener siempre lo contrario del otro. No es menos cierto que negar dialécticamente, consiste en hacer entrar aquello que se niega, en la interioridad de la mente. Gayatry Spivak, la filósofa india, habla de ‘sinecdoquizar’, lo que sería por parte del sujeto, el elegir entre distintas formas de identificación con un objetivo político. Semeja la fórmula gombrowicziana para construirse un rostro, para ser ‘persona’, esto es, ‘máscara’, y esto aunque Spivak no denote haber leído al autor polaco. La autorreferencia dispara a la héterorreferencia, en una transitividad de formas inacabable. La pasión de Witoldo por ‘el joven’ lo llevó a vivir en su refugio argentino, rodeado de ellos, casi todos brillantes o quizá devinieran en tales a partir del azufre que pusiera en sus vidas la relación con ‘el viejo’. Consideraba que como al joven la mayoría de sus sentimientos y actos le eran impuestos desde el exterior, esa situación hacía que no pocas veces los mismos, endilgaran esa fuerza juvenil hacia terrenos espúreos y peligrosos. Esta observación la bajó no sólo a sus novelas (La Seducción, Trans-atlántico, Cosmos), sino también a sus obras para la escena (La Boda, Opereta). En ellas hace evidente cómo una vieja politicidad manda al joven a realizar el trabajo sucio que requiere de falta de escrúpulo, alguna dosis de perversidad, para así aprovechar su entrega y disponibilidad crédula. Gombrowicz, un genio si los hay, dice respecto a esto que: “toda síntesis intelectual no es, en definitiva, más que un subterfugio para afirmar el puro placer de la acción de menores de edad”. Suena a que un planeta en crisis no podrá absorver más un solo signo de destructividad. En este marco, puede ser hasta penoso ver a jóvenes portando ideas aniquiladoras que le hacen guiños a una Historia asesina. Gombrowicz es el artista de la Forma, como lo fue a su manera Kantor, y tuvieron de quien aprenderlo: Witzkiewicz, el pensador y maestro de esta idea, que también vuelca, tal un Leonardo contemporáneo, a mucho de su obra, entre ellas las dramáticas: La Madre, El Loco y la Monja, La Nueva Liberación, todas éstas, inclusive las de Gombrowicz, estrenadas en el proverbial teatro de Buenos Aires. Quizá debido a un eurocentrismo occidentalista es que no se han buceado en profundidad otras ideas del Este europeo, que con Gombrowicz a la cabeza, quizá, pudo conectarnos a otros principios, a otras estéticas. Esta verdadera filosofía viene a sostener que ser una persona (máscara) equivale a no ser nunca uno mismo, porque en tanto per-sona somos una máquina de emitir forma. Ante ello, el rostro, la rostridad, es la solución representacional a la infinita cantidad de máscaras (mascaricidad) que pugnan en nosotros. En el libre juego estético, uno debe estar dispuesto y expuesto a ser reducido a nada. Pero esto no es un combate ético sino un combate de ideales. Cuando Trotski proclama ‘toda la licencia al artista’, él sabía de la diferencia entre éste y el cuadro político. Éste parte de que sabe, es más, cree, está en el punto dialéctico en que posee la verdad, quiere creer y aunque alguien lo convenza de otra cosa, él no se dejará convencer, porque hay una situación ideológica superior que sabe por él. En cambio, el pobre artista, allá con su libertad, su no sapiencia, su duda, su incertidumbre y su vocación de verdad a ultranza, capaz de traicionar sus máscaras. Él, frente a aquel, es la heurística de cualquier revolución, es la necesariedad del hombre inaprensible, que es un juego de contradicciones, una fuente que brota de las antinomias, un sistema de compensación infinita. Así, “nuestro hábitat es la perpetua inmadurez. Todo lo que hoy pensamos y sentimos inevitablemente será una bobada para nuestros bisnietos”. (Ferdydurke).

 

 


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