La irresistible ascensión de Vladimir P
Podría haber titulado está crónica Putin es un asesino, pero me parece demasiado obvio, una provocación innecesaria y parcial para hablar de la adaptación teatral de la novela El Mago del Kremlin, de Giuliano da Empoli que también rotula la obra de teatro.
En cambio analizar su llegada al Kremlin después de haber sido un funcionario medio del aparato soviético, es más cercano a la obra que se presentó en el teatro de La Scala de París, bajo la dirección de Roland Auzet. Antes de entrar en tema quiero recordar que la novela El Mago del Kremlin es un éxito en librería que ya ha sido traducida al español y a otros idiomas.
Pues bien, un grupo de profesionales del teatro francés, apoyados por los directivos del Teatro de la Scala de París decidió llevar a la escena el irresistible ascenso del funcionario Vladimir, que se lanza a la escena histórica buscando la inspiración entre Stalin y el Zar, con una fría determinación que refleja al espíritu ruso.
El desafío es mayúsculo: si bien se hacen adaptaciones de novelas al cine, de hecho es una de las fuentes más socorridas para encontrar argumentos, en cambio que una novela tan compleja sea adaptada al teatro es otro negocio. Aunque no hay que olvidar las adaptaciones a la escena teatral de grandes novelas como de Moby Dick o de algunos capítulos de los Hermanos Karamazov de Dostoievski, así como la aventura de Albert Camus al adaptar y dirigir Los Poseídos del mismo Dostoievski. No obstante, el desafío era grande al adaptar El Mago del Kremlin.
Y lo lograron, en dos horas vemos la terrible ascensión del burócrata Vladimir que está dispuesto a jugar con sus bombas atómicas el destino de la humanidad. Dice: El asesinato de un hombre puede ser una tragedia, el de un millón es un rasgo de la historia. La maquinaria del poder ruso se pone en evidencia y va a deglutir cualquier oposición; así vemos como poco a poco va terminando con todos los obstáculos humanos, también aquellos que lo ayudaron en su ascensión, incluso intuimos que terminará con el protagonista una vez que se termine la obra. Ser el creador de esa fiera llamada Putin será su sentencia.
En la puesta en escena hay fluidez, se pasa de una situación a otra casi sin sentirlo, y las actuaciones son versátiles y creíbles, además de que se usa la tecnología del video con mucha habilidad. Poco a poco sentimos la amenaza que brilla como un fuego nuclear en lo recóndito de Europa. Cada día, a cada hora, como inexorable futuro.
También, como tiene que ser, la guerra en Ucrania se cuela entre las escenas de la obra, así como los asesinatos políticos recientes. Sabemos que el terrible Vladimir, hombre sin partido, sin convicciones, ultra millonario, sin ninguna oposición, está dispuesto a probar en nuestras ciudades su arsenal atómico. Porque su pueblo tampoco le interesa, lo que quiere es recuperar el esplendor y la extensión de su añorada Unión Soviética, cuando los rusos dominaban la mitad de Europa, así como el centro de Asia, sin ley ni oposición. Un Zar.
Quizá el tono de mi prosa les haga pensar que se trata de una obra contra el nuevo Zar, émulo de Stalin. No es así. La obra El Mago del Kremlin no es un panfleto contra Vladimir Putin, para nada; tampoco es un ejercicio para exaltar su puritanismo anti occidental. Se trata de ver cómo es el ejercicio del poder; dice la obra: Al poder y a la muerte no se les puede mirar a los ojos porque te aniquilan. Entonces hay argumentos en pro y en contra de este personaje que con su potencia nuclear tiene entre sus manos la destrucción del mundo, y esa posibilidad transmite un frenesí a los actores y contagia al público. Los actores ejecutan un aquelarre desprovisto de moraleja que concluye con un desenfrenado rap. Es teatro que se interna en los meandros de la destrucción total que nos amenaza.
París, noviembre de 2024