La lumbre dramática y la memoria del incendio posdramática
El drama, acción, se enciende en la colisión agónica de un conflicto entre intereses, deseos, objetivos enfrentados. La célula dramática se enciende en el «yo» entre un deseo avanzante y un temor que le hace retroceder, replegarse. El deseo (el objetivo) es un impulso hacia adelante, el miedo una emoción que nos echa para atrás. Como decía Jaume Melendres en sus fascinantes clases de Teoría Dramática: no hay un querer que no vaya acompañado, en mayor o menor medida, por un temer. Y este es el primer combustible o motor del movimiento que hace visible la acción: el drama.
Desde la óptica de Peter Szondi, esa disyuntiva, ese enfrentamiento presupone el ámbito de lo relacional. No existe drama si no existe relación, porque toda relación implica, más tarde o más temprano, en mayor o menor medida, un roce, un «agón», un choque, un conflicto.
Esa interacción conflictiva produce movimiento en busca de resolver la situación de desequilibrio, de roce, de choque. Esa situación dialéctica (Hegel) adopta servirse, entre sus movimientos y estrategias en pro de una resolución, de la acción verbal, del diálogo.
En este sentido, el diálogo se concibe como una palabra NO descriptiva ni narrativa (épica), sino como una palabra ejecutiva, una palabra en tiempo presente que genera cambios continuos en la situación dramática. El diálogo es, entonces, acción verbal, movimiento de avance o retroceso hacia los objetivos que motivan a los personajes. Para ello sus márgenes están repletos de secretos, de omisiones, de silencios, porque lo explícito, lo obvio, lo evidente puede impedir la consecución del objetivo (deseo) del personaje y, por supuesto, hundir la intriga y el interés respecto a la recepción, a la espectadora, al espectador.
El drama y su modelo dramatúrgico perviven porque son frutos de una incandescencia tan humana como la vida misma, aún representándose en ficciones.
De diferente modo, pero con similares horizontes, le predrama existente en la dramaturgia de Esquilo, llena de pasajes líricos y corales, descriptivos, sin una acción dramática derivada de un conflicto, de un «agón», de un enfrentamiento, sino, más bien, de la exteriorización (confesión) de ansias, deseos, temores, súplicas, imprecaciones… por parte de un colectivo, se proyecta, posteriormente, a finales del siglo XX y principios del XXI, en la dramaturgia que Hans Thies Lehmann ha denominado como «teatro posdramático».
En el teatro posdramático, que afirma la performance (el espectáculo y su heterogénea plasticidad) en vez de esconderla o disimularla para que emerja una ficción dramática, el movimiento es semejante al de la lírica. Lo expresivo rebasa a lo ejecutivo, la metáfora, el símbolo… amplifican su presencia mágica y su rentabilidad polisémica desplazando la unidad de acción del drama fabular (aquel en el cual la acción representa una fábula o historia según la preceptiva aristotélica revisada por el neoclasicismo).
Esta semana pasada, el miércoles 18 de junio, se estrenaba en la Escuela Superior de Arte Dramático de Galicia el texto titulado «MEMORIA DO INCENDIO», con el que VANESA SOTELO había ganado el XIII Premi de Teatre Josep Robrenyo, bajo la dirección escénica de la propia autora, para el TFG (Trabajo Fin de Grado) de alumnado de Interpretación Gestual y de Escenografía de la ESAD de Galicia.
El espectáculo, interpretado por Aisa Pérez, Alba Alonso, Andrés Seara y Davide González, con escenografía e iluminación de Ana Duarte, es un trabajo fuertemente coral, en el que apenas importa la individualidad de los simbólicos personajes de la obra de Vanesa Sotelo. Y es que Clarice, Peter, Jeanne, Jan y Jens, más que personajes son el símbolo o la ceniza de personajes de historias y mitos que «MEMORIA DO INCENDIO» deconstruye y conjuga para convertirlos en una rapsodia de voces expresivas más que ejecutivas, líricas más que dramáticas.
Las actrices y los actores realizan composiciones gestuales y cinestésicas diferenciadas, en busca de unos ciertos trazos caracterizadores, pero estos se diluyen en esa amalgama coral que propicia la performance verbal, como juego de voces alternantes, simultáneas, solapadas, contiguas, yuxtapuestas, interrumpidas… Funciona como si las voces fuesen títeres de hilo movidos por una voz subjetiva autoral (la de la autora-directora) y no por un resorte autónomo de personajes actantes con construcción psicológica. La instrumentación-combinación de las voces en este espectáculo parece pertenecer a la misma esencia de su poética teatral y de su sentido profundo: se trata de una búsqueda casi musical del juego de voces en el estilo rapsódico que, explotando la plasticidad, insufla vida a la expresión de anhelos, recuerdos, pensamientos y reflexiones de unos dramas pasados. El incendio es aquí el drama que, al ser múltiple, pasa a un collage posdramático de voces que hacen memoria. Esa es la acción posdramática: HACER memoria del incendio, de los dramas que se esconden detrás de los nombres Clarice, Peter, Jeanne, Jan y Jens y de sus palabras y silencios.
Pero además, resulta muy significativo observar como ese trabajo coral en el espectáculo se acerca a un estilo interpretativo y gestual que tiende al expresionismo de posguerra (la guerra, otro incendio, otra catástrofe previa), con una caracterización externa (vestuario y maquillaje) y una mímica facial que recuerdan la estética de Josef Nadj. Este trabajo morfológico también contribuye a esa disolución de las identidades (personajes) para derivar en un coro de figuras plásticas que juegan con las voces para que se enciendan los rescoldos.
La evocación de personajes que existieron, que vivieron o intentaron vivir en un pasado, se nos muestra a la manera de un paisaje de ultratumba. La escenografía es una caja blanca, una White Box, en perspectiva, con un suelo nevado, semejante a los paisajes macabros del «Kindertotenlieder» de Gisèle Vienne, con una línea de flores disecadas en el proscenio, limitando la caja blanca respecto al espacio de la recepción y con una recámara en el foro, separada por una cortina de láminas translúcidas, como las que dan entrada a almacenes y carnicerías. Las paredes laterales y el techo de esta White Box acentúan el efecto óptico de profundidad y están construidas con un tejido blanco esponjoso como los copos de nieve. De esta manera el espacio se aproxima a una abstracción simbólica de limbo.
En el ambiente también se utiliza el sentido del olfato de la recepción: huele a hierbas quemadas. La ceniza y las brasas forman parte de ese imaginario metafórico que está presente durante todo el espectáculo.
Ni Jeanne d’Arc, ni Clarice Lispector, ni cualquier otro personaje mítico… son más que muestras de incendios inextinguibles pero, al mismo tiempo, ausencias dolorosas.
Las personas tampoco nos libraremos de esta suerte.
Polvo, palabras, historias, imágenes borrosas, silencio… Sueños y deseos, luchas y renuncias, sacrificios esfumados… que restan tras las lápidas llenas de inscripciones sobre las que se asienta esto: incendio y memoria.
Afonso Becerra de Becerreá.