La lupa en la oscuridad
No me salen las palabras pero la escena quiere empezar así: «Intento comprender. Me pregunto: si miro la oscuridad con una lupa, ¿veré algo más que la oscuridad?» Sé que la pregunta puede parecer estúpida pero a mí me resulta brillante por las múltiples líneas para la reflexión que abre.
Supongo que busco respuestas para comprender y por eso hago preguntas –aunque en realidad, la posibilidad de la respuesta no me interesa para nada más que para forzar la aparición de la pregunta. Y justo ahí caigo en la cuenta de que es posible de que de ahí proceda el distintivo galaico de responder a una pregunta con otra pregunta. Y buscando ya no una respuesta sino una vía que delimite mi campo de exploración, le pregunto a una actriz que siempre me ha regalado datos tan empíricos como reveladores qué opina al respecto de la lupa en la oscuridad. Y me constata lo del distintivo con el siguiente apunte: «¿Será que vemos lo que queremos ver»
Entonces me asaltan más preguntas: ¿Quiero ver oscuridad y por eso enarbolo la lupa en medio de lo oscuro? ¿Puedo en lo oscuro visualizar aquello que realmente busco? ¿Cómo puedo aprender a mirar? ¿Cómo me desprendo de la forma de mirar que me han enseñado y que he aprendido? ¿Veo las cosas como son o veo las cosas como quiero que sean?» Y mientras me siguen asaltando las dudas y cuestiono todo lo que me rodea, me alcanza la explicación empírica de la actriz, quien me asegura que no se puede ver en la oscuridad porque necesitamos luz para que los fotorreceptores de la retina se estimulen pero también me recuerda que no vemos con los ojos. «Vemos con el cerebro», me dice. Concretamente, con la corteza occipital.
Y me he quedado un rato pensando, en este final de la tarde en el que la luz va desapareciendo poco a poco en medio de la lluvia, que también desaparece con la oscuridad. Y me he vuelto a preguntar otra de esas preguntas que tampoco son mías pero que aunque parecen estúpidas a mí me resultan brillantes: «¿La lupa elimina la oscuridad o la revela aún más?»
Hace menos de un año, en medio de una comida donde el resto de los comensales se cruzaba respuestas a voz en grito sin contestarse, yo hablaba en voz baja con un escritor a quien la ceguera lo había acompañado desde la adolescencia. Además de compartir conmigo la forma en la que él escribía y entendía la escritura, me contaba que era un gran aficionado al teatro. Recuerdo que le pregunté qué era lo que más le gustaba como espectador cuando asistía a un espectáculo. No se pensó la respuesta: «Lo que más me gusta es sentarme en primera fila y sentir la energía de los actores y de las actrices. Es fantástico cuando a veces el suelo de la escena está hecho por algún material como tierra o arena y mientras estás atento a lo que sucede con los movimientos de los intérpretes te llega parte de esa materia, agua, sudor o lágrimas».
Y mientras hablábamos, me di cuenta de que cerré los ojos para visualizar las palabras y las situaciones que me describía y para poder abstraerme de todos aquellos gritos sin respuesta que nos rodeaban.
Y la escena quiere comenzar a oscuras, para ser consciente de la oscuridad, para hacerla visible. Y quiere ser mirada a través del sonido, del tacto, el olfato y el gusto hasta que llegue la luz que necesaria para activar cualquier tipo de lente, sea lupa o nuestro propio cristalino.