La malla conservadora
A algún empeñado teatrista puede resultarle ofensivo decir que la dramaturgia actual no está a la altura de lo que tanto los debate estéticos como las teorías indican. Para otros no será sino una provocación de carácter tendenciosa más, lo que es suficiente para hacer oídos sordos a cuanto caudal alternativo pueda haber pasado bajo el puente de la historia. El estallido de los lenguajes escénicos que a cualquiera que se avenga a certificarlos, no le faltará el dato contraequilibrante de opiniones del tipo: «lo que la gente quiere es que le cuenten una historia» y cosas así. Podría sostenerse lo contrario, o incluso hasta hacer cargo de un desbarajuste en el receptor que lejos está de tener claro lo que quiere, mucho menos lo que necesita en materia teatral (suponiendo que tales instancias deseantes existieran).
No es desechable suponer que las presuntas necesidades, que ante el marasmo del teatro experimental, de búsqueda, y ante el mero hecho de los tiempos que vivimos, al que hay que computarle no sólo vacíos, crisis, sino la evidencia mayor a nombre de la llamada posmodernidad, que enseñorea el fragmento y con él, no sólo la defunción del molde totalizante (totalitario), sino la evidencia palmaria de un cuadro perceptivo granulado, cuando no puntillista, que semeja internamente el cuadro de situación externo, se plantean dentro de una épica de lo racional frente a la disolución mental de estos tiempos.
Echar mano de manera nostálgica y retardataria a las unidades que no necesitan demostrarse a cuenta de su presunta necesariedad, es sofístico y actualiza dimensiones críticas capaces de volver a reinstaurar lo que está bien, a partir del respeto al cánon aristótelico del ‘principio-medio-fin’.
Hemos hecho en este espacio («zona de mutación»), innumerables demostraciones propias y de autores que acreditan no sólo una teoría sino una obra que adquiere la dimensión de una crítica a un sistema perceptivo de carácter colonial, cuando no de tipo imperialista. Recuerdo principalmente al cineasta de culto, el chileno Raúl Ruiz.
Desandar la situación hasta la historia bien contada, susceptible de ser entendida dentro del cánon receptivo de decodificación de un relato, es desandar el camino de la ‘crítica a la representación’ como supuesto que con ella se deconstruye o desmantela, el orden perceptivo correlativo al capitalismo y a todas sus ínfulas omnímodas a partir de la caída del Muro de Berlín.
Es desandar las cosas hasta el trance del arte como una parte de la Comunicación, pese a la profusa y valiente historia que el arte ha acreditado transgrediendo la cifra pretendidamente absoluta del Emisor-Canal-Receptor, para decir que el Arte no cumple el rol de ningún Canal, sino que lo que hace es fundarlo en cada ocasión, en cada obra. Si se vuelve de ello es por intereses personales, para aceitar los engranajes consabidos, para hacer girar una rueda pre-epocal.
Los propios medios industriales, dejan un campo orégano que muchos de estos ‘creadores’ recorren porque saben que adscribiendo al código realista de la comunicación, pueden generar la ilusión de un teatro industrial que por definición (y por sí mismo) no va a existir en tanto jamás va a compensar (a no ser como sanguijuela) las cantidades y velocidades que conforman la dinámica de la industria cultural. Pero donde hay un espacio que sólo reclamando como si nada una condición de ‘realismo’, puede ser apto para recolectar pingües beneficios colaterales.