Zona de mutación

La mano que presiona los gatillos

A menudo se dice que el teatro debe reflexionar sobre sus verdaderas condiciones de sobrevida en el mundo actual. Pero hay que asumir que el debate alrededor de tales temas no abunda y lo que termina enalzándose es una especie de optimismo profesional alrededor de quienes lo practican como si esta actividad tuviera comprada su vida para siempre. Y son los que más se oponen a sus aggiornamientos más recomendables y en lógica a las líneas fuerzas que marca la época. Al contrario, la respuesta suele ser emocional, al estilo ‘el teatro no morirá nunca’, lo que lo lleva a autoconsagrarse en su carga de vetustez sistémica o en su incapacidad para autodiagnosticarse o verse a sí mismo. Uno ve en las ‘figuras’ que son los que más teatro convencional realizan y es la expresión palmaria de este dato. Lo cierto es que nada en el teatro parece estar en su sitio hasta tanto no se codifique como actividad necesaria entre las crisis de inminencias que pululan por la vida común y que lo amenazan de manera objetiva, por su debilidad ínsita en la guerra de presupuestos

Frente a esto, si cunde decir que ya no hay estadistas, hay que asumir que el propio Estado ya no es estadista, porque en materia de cultura los datos que dispone no surgen a partir del conocimiento de la actividad teatral, en su dimensión creadora, comunicadora, sensible, etc. Sólo aparece en la boca de los señores gestores culturales, como expresión de la supuesta nueva inclusión de la actividad en las en las escalas computarizables de la mercadotecnia. En el debate de los números que aporta como mercado al producto bruto interno, donde el sistema de figuras, el llamado famoseo, opera como reaseguro de una lectura parcial, ignorante y descomprometida de toda responsabilidad cultural de un estado que se precie. Ya no hablar si la circunstancia en que las cifras se toman es en tiempos de retracción económica, de ajuste, y de allanado sentido común a la despriorización de la actividad, o de su lisa y llana tercerización, cuando no privatización. Los presupuestos culturales, previstos bajo una cartografía nacional, y que se supone expresan la política del estado hacia el sector teatral, se consume en el anonimato y olvido que su propia contradicción le significa: su no pertenencia al star system. Las figuras hasta sirven para decorar la crisis, para bajar líneas que justifiquen lo que en términos macros es la obediencia debida a los mandatos del FMI y la banca internacional. Cualquier secretario o director de cultura, a partir de esto, se siente habilitado a pasar los escobillones y rastrillos priorizantes, por las reparticiones culturales barriendo fondos de sus presupuestos naturales, hacia las prioridades urgentes establecidas por los dictados de aquellas entidades, que no son sino las de una Sacra Prioridad, sobretodo cuando vemos que la propia Salud y Educación de la sociedad sufren el embate aleve del ajustador.

En este contexto, la búsqueda de los canales de empatía, lo que opera como fuerza estructurante, porque según lo que se sabe, según las determinaciones perceptivas, se irá dando una clasificación de lo que es bueno lo que es malo, una similitud y hasta una simpatía por la fuerza dramática que se elige agnósticamente para que triunfe, pero en el seno de una lucha política donde el valor de la herramienta (el teatro), debe mostrar su valía y eficacia ante las políticas de exclusión y hambre que aquellos designios apuntados, imponen.

Los puentes imaginarios tienen connotaciones sublimatorias que hacen que lo más difícil se parezca ‘a mí’. Hasta en un devaneo de monstruos, el antropomorfismo traza pistas empáticas por lo que por un gesto, un tono, un perfil caracterológico, rompe cualquier extrañeza. La proeza perceptiva colabora a dramatizar la experiencia, pero lo que es más radical e importante, es que antropomorfización de los conflictos dramáticos, ayuda a ver también, que el dibujo de lo que impide resolverlos, está en nosotros mismos, en los previos dibujos de nuestras taras morales, espirituales: en nuestras mezquindades políticas. En nuestra ausencia de riesgo y en nuestra incapacidad técnica para leerlos, comprenderlos y combatirlos.


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