La máscara
Si combinamos las Mitologías de Barthes con la Sociedad del Espectáculo de Guy Debord quizá descubramos que la proliferación de ‘máscaras’ de los actores sociales, ha saturado la posibilidad de una rostridad cierta y aceptemos que aquellos adminículos, además de los contextos rituales, son también, tanto objetos secularizantes y tecnológicos como virtuales y psicológicos (a cada hora del día una faz distinta). Se puede usar una máscara para asustar a la vecina, para asaltar un banco o para acompañar al Subcomandante Marcos. Tal vez valga recordar su etimología. En latín, máscara remitía a per-sonare (por sonido, para sonar). Con lo que había un sentido práctico amplificatorio de este elemento dentro del teatro antiguo que iba parejo a su valor plástico-ritual. Durante el siglo XX ha sido demandado en espectáculos y en formación actoral, caso Charles Dullin que usaba la media-máscara en sus clases. Jacob Moreno, creador del psicodrama usaba la máscara neutra por su poderoso efecto deshinibitorio, favoreciendo así la representación de pacientes, de suyo, no-profesionales. Cristina Castrillo, ex actriz del Libre Teatro Libre (LTL) de Argentina, realiza un ejercicio con vendas, que por el poder evocador que produce en el alumno con relación a los años de plomo del país, adquiere efectos psicológicos profundos. También su presencia fuerte en la pedagogía de Jacques Lecoq. No pareciera preciso decir que el teatro contemporáneo la ha desechado. Algunos ejemplos señeros serían el Arlequino de Strehler, los ‘Músicos ambulantes’ de Yuyachkani, obras varias de la Mnouchkine o Katzuo Oono con sus máscaras-maquillajes, hasta el colmo de Grotowski en Akrópolis que plantea esculpirlas directamente sobre el rostro. Entre careta y máscara habría la diferencia que hay entre disfraz y vestuario. El disfraz oculta el cuerpo, lo escamotea, lo ignora, lo disimula, tanto como la careta impersonaliza de manera bizarra a la persona que está detrás. Por lo cual máscara es lo que está delante de la persona (en griego prosopoin), o la persona es lo que está ‘fuera’ de la máscara. Esto también es significativo (y arduo decirlo en dos palabras). El valor sobre el rostro podríamos verlo en lo que trasunta la increíble máscara de oro de Tutankámon. La mono-rostridad de la psicología freudiana u occidental es sorteada por la psicología de un Ouspensky, por ejemplo, en aquello de ser una multiplicidad de Yoes y que Picasso (con la autoridad que le da su influencia africana) resuelve en un multiperspectivismo, una simultaneidad del mismo rostro, que desestructura el geometrismo euclidiano y la estrechez de mira de la mono-perspectiva. La máscara es un instrumento de anamorfosis psicológica. De solo cambiar la perspectiva, daremos con zonas no explícitas, que solo por la resonancia del per-sonare, aparecerán a la vista. Para esto habría que remitirse al arte del ‘Topeng’ balinés. Topeng significa máscara y quizá sea, entre las artes orientales, la mayor demostración del poder de la misma. Que no sólo es la madera de un árbol que el propio actor cultiva durante años, sino que con ella hace un personaje inscripto en una tradición acotada de decenas de personajes tradicionales (el viejo, el borracho, la chismosa, la novia, etc). Cuando el actor está listo para usarla ante el público, han pasado lustros, o décadas. Por eso, hasta los más avezados y virtuosos, sólo podrán ‘especializarse’ en algunos personajes de la galería de centenares de caracteres que supone la tradición. El topeng no es muy diferente a la Comedia dell’Arte, sus personajes son populares, lo que es desafiante y complejo es la técnica que demanda. Ver la máscara apoyada en una silla y luego ejecutada por un actor balinés, sintetiza una experiencia ligada al asombro, la maravilla, máxime si se la confronta a la simplificación del ponerse simplemente una careta para actuar. Lo que el teatro occidental a veces no resuelve es ‘cómo’ se usa una máscara y sólo apela ante la carencia de un rango artístico, a ponerse en sentido craso la careta, haciendo significativo el divorcio profano y a veces obstructivo de las tradiciones culturales. Ver las demostraciones didácticas de un I Made Djimat en Topeng para sentir estar ante un pequeño milagro, ante un literal acto mágico. Por eso, transferir la responsabilidad de sostener un personaje en su sola portación, como velo escomoteante de la propia identidad, no ha colaborado más que a desacreditar su uso. Son interesantes las extensiones populares de ser ‘un careta’, de ‘hacer rostro’, ‘me cortó el rostro’ e incluso la de ‘estar producido’, por la fuerte remisión a la ‘máscara’ social que estas expresiones guardan, connotando la expectativa del propio ‘per-sonare’ de ignotos y anónimos, en el marco del capitalismo despersonalizante. Hay que ver la historia del autorretrato desde Van Gogh a Francis Bacon, pasando por Picasso y Modigliani, para corroborar si el estudio de la máscara no ha sido influyente en la vanguardia europea del siglo XX y en lo que la Modernidad le ha hecho a nuestra rostridad.