Zona de mutación

La máxima crítica a la representación es una obra de teatro que no ocurre

Cómo puede, si no, haber una ‘reflexión sobre los mecanismos de la representación’. El teatrista contemporáneo permanece impávido como una Antígona ante su hermano insepulto. Superar el hecho con el condigno enterramiento, parece ser a costa de un precio. Yo soy el sepulturero, ergo… Esta condicionalidad está ligada a la universalidad, y el ‘ergo’ es el pedido de rescate por lo posible, por una situación que ya no será ni universal, ni de un derecho que se brinde, sino la hija de una ley que se aplica. El teatro insepulto e irredento sería una huesofilia contra las expectativas seculares de su progenitora: la democracia. Una sobrevivencia a respiración artificial que guarda el riesgo de su enterramiento. El dictamen que hace al teatro un servicio público, es a posteriori de la prohibición que lo convierte en sub-producto acesante de una ley. El teatro como parte de una culturosidad. Dicho lacanianamente, el derecho será simbólicamente producido a partir de la prohibición, o imaginaria e infinitamente producido a partir del solo hecho de proclamarlo. Aunque lo de hecho es relativo, porque parece haber un derecho, que sin embargo no se ejerce. El traspaso del ciudadano a consumidor tiene consecuencias respecto al carácter de la pertenencia a un Estado. El consumidor se rige por las reglas del poder adquisitivo y no por sus derechos garantizados en la ley. Ahí, la imaginación empieza a ser inversamente proporcional a la capacidad real de ejercer los derechos consagrados supuestamente para todos. La imaginación puede ser también la certificación de una imposibilidad o de una inestabilidad, porque su ley ahora, son las condiciones no consagradas por el mercado. A partir de ahí, todo puede ser. Según la ley estatal, la no visibilidad tomada a partir de un derecho se emparienta a la exclusión del mismo. La exclusión de la cultura suele ser un signo disculpable porque nadie muere supuestamente por no ejercerlo, aunque suele ser evidencia de las cosas peores que le esperan a quienes lo han perdido. La imposibilidad a ejercer lo que es un derecho se dirime por la fuerza letal y paralela que el sistema económico le impone a los seres, cuando han quedado a distancia de ser considerados, propiamente, ciudadanos. Y esta exclusión, empieza a ser además, una deprivación sensorial, pues, poco a poco, nadie reclama lo que no necesita, mejor dicho, lo que sabe que necesita. Hay que asumir al teatro muerto y a partir de ahí, entender que la verdadera experimentación ya no remite al teatro, ni es teatrofílica.

La crisis de la representación en tanto guerra civil que se manifiesta por otra vía, no puede reponer la representación como magia de lo que ya no funcionará. ¿Que queda del teatro como ejercicio para ciudadanizar, empatable a su cualidad por hacer ver lo que, hasta ahí, no se veía? Mejor, la pregunta sería: ¿cuál es su capacidad de redención para devolver al territorio demarcable su condición de vivible (al menos en sociedad)? Si el consumo es el señuelo que decide en la capacidad consumible respecto a la exclusión, primero cultural y luego social, como pobre, como ‘otro’, empieza a construir esa patria insana de lo irredento. Esa democracia instituida no solo es para pocos, sino que ella no lo sabe. Es como decir, la ley se ejecuta de hecho y no de derecho. En cuyo marco, las cosas que ocurren se asemejan a lapidaciones fatales. La crisis de la representación no es la revisión de la tradición de las artes representacionales. La crisis de la representación es una dilución, la dilución de la máscara en el rostro, de la simulación en la realidad, de lo que ‘no es’ en la falsa condición del ‘es’.

Como símbolo institucionalizable ¿cuándo el teatro es soberano? ¿Cuándo se instituye una visibilidad? El lugar para ver, ¿instituye una visibilidad digna de ser llamada pública? ¿Debería, oficialmente, el teatro tener ese rango público que lo instituyera como derecho a ver o algo así? En cuyo caso, ¿el teatro es remisible al status de la ley que resguarda el derecho? ¿O es sólo el síndrome de la imposibilidad de su aplicación, que incluye la subjetivación concomitante que la incorpora como el designio de una fatalidad?


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