La mierda y el espíritu, según Romeo Castellucci
En el teatro, como experiencia vital artística, no hay lugar para el «spoiler». Y cuánto más vital y artístico se vuelve el espectáculo teatral, más intensidad cobra la recepción aunque repita la misma obra muchas veces.
Un ejemplo bien claro, al respecto, es SUL CONCETTO DI VOLTO NEL FIGLIO DI DIO de Romeo Castellucci, que ya había visto en 2011 en el Festival d’Avignon y que he vuelto a ver, por segunda vez, en el Teatro Municipal do Porto Rivoli, el 12 de mayo de 2016, con el título, en portugués, SOBRE O CONCEITO DO ROSTO DO FILHO DE DEUS.
Romeo Castelluci es un creador escénico italiano con una formación académica en Bellas Artes. Lo primero que suele caracterizar su obra es la concepción visual y plástica, como centro motor de la acción y del sentido. Como en casi todo el arte contemporáneo la forma es, en sí misma, el contenido, no el sostén sígnico de un significado externo.
El espacio escénico se abre como un paisaje en el que cohabitan, en simultaneidad, multitud de elementos y acciones. Sin embargo, en Sul concetto di volto nel figlio di Dio rompe, parcialmente, con esa constante de la landscape play, que podíamos observar en la Tragedia Endogonidia, o en su trilogía sobre la Divina Comedia de Dante, sobre todo en Inferno y Paradiso, porque Purgatorio era más bien una instalación en la que el espectador y la espectadora iban entrando físicamente, de uno en uno, y ahí el paisaje pseudo tenebroso era el entorno por el que caminábamos.
En Sul concetto di volto nel flglio di Dio, la composición y distribución visual del escenario no parece la que esperamos de los espectáculos de Castellucci.
La función comienza con un espacio típico de sitcom: a la izquierda un tresillo, sofá blanco, mirando hacia la platea. Delante de él una alfombra blanca con una mesita de salón. Al lado del tresillo una maceta con una enorme planta de interior muy decorativa y una lámpara de pie de diseño. Detrás, un poco hacia la derecha, un perchero. Delante del tresillo, hacia la izquierda, un mueble bajo sobre el que hay un enorme televisor, último modelo.
Solo llama la atención, en este espacio frontal de teleserie, la enorme extensión del suelo, desproporcionada en relación a la imagen de un salón interior, y su color blanco.
Este espacio níveo produce, por sí mismo, una tensión respecto a esa referencia realista al salón interior.
El escenario sin aforar, la dimensión y albura del suelo, provocan una sensación de extrañamiento respecto a ese núcleo de muebles domésticos.
Como salón, el interior parece sobredimensionado, como si se desparramase…
No obstante, lo que más desconcierta la unidad espacial es el gigantesco rostro del Salvator Mundi de Antonello da Mesina, que ocupa todo el fondo del escenario y que, al comienzo, nos mira desde la penumbra, pero que, poco a poco, irá ganando protagonismo, pasando a estar tan iluminado como si la luz saliese de su faz, en la misma medida que el espacio, de estilo sitcom, se va diluyendo en un espacio más abstracto y, a la vez, mítico.
La figura del padre, un actor anciano, con albornoz blanco, entra renqueando, acompañado por dos técnicos de escena, y se instala en el sofá, delante del televisor, tal cual un mueble más.
La figura del hijo soltero, que vive con el padre, un actor de unos cuarenta años, se prepara para salir al trabajo, habla por el teléfono móvil, se ajusta la corbata, le da el cóctel de pastillas al padre… todo casi sin palabras, las justas en una acción cotidiana y rutinaria.
El estilo interpretativo es hiperrealista, rayando lo real.
La voz amplificada, en la función del Festival d’Avignon, permitía también que la emisión verbal se mantuviese en un registro íntimo, ordinario. En el Rivoli do Porto prescindieron de la amplificación y dejaron que la palabra resultase casi inaudible, reduciéndola a un rumor insubstancial.
Cuando el hijo está a punto de salir, el padre sufre incontinencia y mancha el albornoz y el sofá blancos.
El anciano se queja, el hijo, cariñoso, se quita la americana gris, se remanga la camisa blanca, se pone unos guantes de látex y se dispone a limpiarle el culo al anciano y a cambiarle el pañal.
La acción interpretativa comienza a derivar hacia la actividad actoral, el trabajo de desnudar, limpiar, lavar, secar, vestir, recoger la basura…
Cuando el anciano ya está limpio y acomodado de nuevo y cuando el hijo se dispone a salir, el padre vuelve a vaciarse, pero esta vez con más intensidad.
La mirada de Cristo se ilumina. El suceso escatológico se va a repetir, acumulando mayor magnitud y ganando teatralidad, hasta acercarse a una performance, con su momento álgido cuando el actor mayor, mientras solloza, coge un bidón y riega el escenario de una substancia que parece mierda líquida.
El escenario ya mudó de la sitcom burguesa a un paisaje abstracto.
Los muebles del salón, a la izquierda, salpicados de mierda y con montones de paños y toallas sucios al lado, son retirados de la escena. En el vacío blanco, solo una cama estrecha, también blanca, en el margen derecho, para el padre.
El actor mayor los riega de mierda.
Todo el teatro apesta a mierda. La utilización del olor refuerza, de manera radical y, sin duda, arriesgada, el efecto sensorial de desagrado, que podría vincularse a un sentido entre nihilista y apocalíptico: ¿Al final, somos mierda?
El padre llora sentado en una charca de mierda en el lecho, mientras el rostro de Cristo, desafectado, casi ajeno, y misterioso, nos mira.
Entra un niño con una mochila escolar y la vacía en el proscenio. La mochila está llena de granadas que el niño lanza contra la efigie del hijo de Dios.
Van entrando otros niños y niñas que repiten la acción del primero, y una lluvia de granadas explota contra la faz serena e impertérrita.
Se produce un crescendo hasta un clímax sonoro, por acumulación de volumen e intensidad, hasta límites insoportables.
Se retiran los actores. La última en salir es una niña que se queda mirando, entre pensativa y desafiante, al rostro del hijo de Dios y al público.
Queda iluminado el rostro del Salvator Mundi, que comienza a chorrear mierda y a abrírsele hendiduras.
En el lienzo-piel se descubren, como pústulas, letras luminosas que rezan «you are my shepherd».
Unos actores de negro, como gusanos, reptan por el inmenso rostro y la frase, finalmente, aparece negada: «you are not my shepherd». Aunque el «not» no sea luminoso sino escrito en tinta opaca.
El ascetismo de Castellucci y su nítida concepción teatral, que renuncia a cualquier adorno, se expresa magistralmente a través del contraste entre la serenidad del rostro del hijo de Dios, en la imagen del Salvador del Mundo, de Antonello da Mesina, y la imagen del padre anciano incontinente, que se caga y llena de mierda el impoluto y ordenado espacio burgués, de estética cool.
Este intensivo contraste es, sin duda, una bomba conceptual en la performance.
El anciano padre, alegoría del fin de la vida, asociado al somos mierda, en el interior humano no hay más espíritu que la mierda, frente a esa imagen pura del rostro del hijo de Dios, promesa espiritual de un paraíso.
La decrepitud escatológica del final, frente al coro de infantes. La infancia como alegoría del inicio de la vida, de la ingenuidad… Pero aquí aparece un ejército de niñas y niños, que llevan sus mochilas escolares repletas de armas, de granadas, para hacerlas estallar contra el rostro inmaculado de Dios. Esa faz ambigua, que ni sonríe ni está triste.
La imagen de la violencia y de la guerra en la infancia.
El diálogo y la acción verbal, entre hijo y padre, como otro residuo más. Una palabra-murmullo que no conduce a ningún sitio. Una palabra que tampoco nos salva, ni nos calma, aunque lo pueda intentar.
Teatro de alto voltaje plástico, sonoro y, a la postre, ideológico.
Afonso Becerra de Becerreá.