La voz antigua

La mirada del otro

La otredad es un concepto que manejamos con frecuencia, en el arte, en la filosofía, en la antropología, en la vida cotidiana: el otro y su otredad, el otro que no somos nosotros, el otro que nos asusta y nos atrae, el otro que nos amenaza desde sus características distintivas; en definitiva, aquel otro, ser, temido y desconocido por nosotros.

Quizás le tengamos miedo al otro porque sin su mirada que nos confronta, quedaría diluida la afirmación de nuestra propia identidad, y eso, nos aterroriza.

La Real Academia de la Lengua dice que la Otredad es la «Condición de ser otro», pero nada dice de si esa condición está fuera o dentro de nosotros, nada dice de la posibilidad de ser nosotros el otro, nada dice de la otredad del ser ajeno; ser, ajeno o enajenado por nosotros en nuestra propia construcción, en la construcción de la identidad perdida que naufraga en la mirada.

Pero hallarse en una mirada que no es la propia, no es, en ocasiones, perderse, sino encontrarse, reconocerse en la diferencia y crecer a partir de ahí, situarse en un sistema de referencia relativo que nos permita contemplar y comprender el mundo, pero para eso hay que dejar de lado el miedo, el miedo al cambio, el miedo a lo desconocido, el miedo al fracaso, el miedo a lo que pueda hacernos daño, y es ese un camino, que no todo el mundo está dispuesto a recorrer.

El teatro, camina ese camino, el camino del otro, ese otro, camino, en el que el miedo, la atracción y la repulsa se combinan por igual.

Y es en ese camino, el camino del otro, en el que piedras y sillas nos invitan a parar, y es en ese camino, en el que nos encontramos, para, aunque sea por un instante, asomarnos al otro y poder hacerle justicia.

Asomarnos a ese otro, inmigrante, mujer, desposeído; a ese otro, distinto; a ese otro, que a veces somos nosotros mismos; a ese otro, que en su otredad pone en peligro las estructuras de nuestro mundo prefabricado; a ese otro, que preferimos silenciar, llevar a los márgenes, o eliminar, antes de que la masa pueda entrever que otro orden de cosas es posible o necesario.

Y nosotros somos la masa, y el individuo, y el otro, y todos, y ninguno, al mismo tiempo, y ahí, en esa ubicuidad de la nada, reside la paradoja, y es ahí donde el teatro, fundido en ella, sitúa al espectador, a veces, en el lugar del otro, en el lugar de la otredad.

Y ante esa otredad escénica, existen multiplicidad de reacciones: reacciones de aceptación del otro y su mirada, reacciones de cambio profundo y posterior reacción en cadena, reacciones de rechazo, en forma y contenido, entre el escenario y el patio de butacas, reacciones que pueden llegar a constituir una manifestación de violencia en sí mismas.

Y quizás sea ese último tipo de reacción, la reacción violenta ante el otro, representado en escena, la que dé más que pensar, quizás solo aceptamos al otro, mientras no sea tan otro, mientras no sea tan intrusivo, mientras esté fuera de nuestra zona de seguridad, mientras ese otro o esa violencia no nos atañan directamente.

En el teatro, representamos la violencia y buscamos en el lugar del otro un punto de encuentro en que compartir la mirada, pero hay momentos en que ni tan siquiera bajo el pacto escénico de la no agresión, somos capaces de hacerlo.


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