Críticas de espectáculos

“La muerte y la doncella”/Ariel Dorfman/Eduard Costa

Justo pero poco intenso

Obra: LA MUERTE Y LA DONCELLA Autor: Ariel Dorfman. Intérpretes: Luisa Martín, Emilio Gutiérrez Caba y Luis Sáiz. Escenografía: Marisa Falcó y Paco Pellicer. Iluminación: José Martín Máquez. Dirección: Eduard Costa. Teatro Principal de Zaragoza. 25 de febrero de 2010

El Teatro Principal registró el pasado jueves una entrada cercana al lleno en la presentación de “La muerte y la doncella”, la más afamada obra del autor argentino Ariel Dorfman. Por momentos el público parecía mostrar cierto cansancio (toses, agitarse en la butaca) pero al final respondió con calurosos aplausos. El texto de Dorfman es, antes que nada, un texto necesario. Y lo es, porque pone sobre la mesa un asunto de primer orden, a saber, cómo proceder ante los crímenes de estado de una dictadura y qué hacer con los torturadores. ¿Deben ser juzgados? ¿Quién ha de juzgarles? ¿Deben las democracias ser pusilánimes y someterse al olvido antes que a la razón de la historia y la justicia?

De todo esto nos habla “La muerte y la doncella” a través de un triángulo formado por Paulina, una mujer que en su época de estudiante fue secuestrada y torturada; Gerardo, su marido, un prestigioso jurista encargado por el nuevo gobierno de presidir una comisión que investigará los crímenes de la dictadura, pero sin juzgar a los criminales ni hacer públicos sus nombres, y Roberto, un invitado de Gerardo, en el que Paulina cree reconocer a uno de sus torturadores.

Una acertada y estilizada escenografía insinúa el salón de una casa y un pequeño exterior con columpio. Ese es el marco en el que debería desarrollarse una acción que se supone y se espera llena de tensión y de intensidad. Así debería ser tanto por el asunto que se aborda, como por la manera en que el texto construye el perfil de los personajes y sus complejas relaciones. Pero no es esto lo que sucede, o al menos, no en el grado que sería deseable.

Creo que, erróneamente, la dirección coloca el enardecimiento interpretativo (sólo Emilio Gutiérrez Caba se muestra contenido y Luis Sáiz se mueve entre la frialdad y la exaltación) por encima del matiz. Se pierde así profundidad en los personajes y en las situaciones. Todo resulta demasiado evidente y previsible. No vemos la tensión de la duda en torno a la identidad del presunto criminal, no vemos estallar el choque inevitable entre la torturada y el torturador y se pierde la verosimilitud de la acción, pero no como mayor o menor coincidencia con la realidad (su tono es realista), sino como esa lógica aplastante de la ficción que deja al espectador clavado en la butaca ante la intensidad de lo que está viendo. La propuesta está llena de buenas intenciones pero no nos traspasa, no nos obliga a tomar partido, mas por lo justo del tema, debería ser vista por todo el mundo.

Joaquín Melguizo
Publicado en Heraldo de Aragón, Sábado 27 de febrero de 2010


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