Zona de mutación

La noche de los inocentes

Si «el espectador es aquel que no se involucra activamente en una situación en la que otra persona necesita ayuda», según definición de Petruska Clarkson, bien puede colegirse que quien en teatro prescinde de atender o interesarse en las pequeñas grandes motivaciones de un grupo de artistas que llevan a escena una obra, es una especie de desalmado que mata (con su indolencia) tanto más cuanto ignora los efectos de su actitud. Su no participación espectatorial le saca responsabilidad activa sobre el hecho cultural. Por supuesto que por medio está aquello de ser parte de un contrato, una convención. Si tal contrato no está, su desatención es una agresión cuya condena está incluida en la importancia que los productores del hecho artístico se autoadjudican. Mucho o poco, nunca escasa, es verdad. El espectador que amasa su descompromiso, hasta se diría, artísticamente, no pretende reclamar dicha lasitud como parte de algún sublime estado que evita asumir su lisa y llana sustracción miserable. Pagar para no tener que ver. Ahora, a la negación de este equívoco le sobrevienen otras miserias, cuales son las de prevenir un sistema que se presume monolítico cuando no lo es. La hipocresía, el fingimiento de las sustentaciones culturales que se compran. En esta compra-venta no pagar sería un compromiso. Mejor hacerlo. El dinero releva de escuchar intimidades comprometedoras. O más que el dinero garantiza el acto de clausura a toda ulterioridad emocional, interpretativa. En todo caso hay un sistema simulacral, una relación que se da por descontada, aunque no exista. Las butacas están llenas de brutos con blanca que han cosificado el gusto de ir al teatro. Lo que fuera que haya dicho, está garantizado en la tópica que rige el negocio espiritual de asistir a una sala de teatro.

El acto subjetivo no está garantizado: atención, reacción, pensamiento, reflexión. Pero es ‘la caja mágica’ idónea para traficar con una ‘gadget’ espiritualmente legitimado. La bendita ‘caja mágica’ pasa por ser un packaging para todos los gustos y exigencias. La concretez escénica imposibilitada de diluirse en el jugo espirituoso indispensable para acceder a un status artístico-cultural es uno de los grandes engaños (y saqueos) que el hombre se hace por una indefinible pereza intelectual.

A los entusiasmos e ímpetus desafiantes, inductivos a una acción, la platea les responde: «preferiría no hacerlo».

La especular hipocresía queda sancionada en los ‘me debo a mi público’, ‘su aplauso es mi mejor paga’, e hipocritismos de ‘double bind’ por el estilo.

No ser responsable de lo mejor que, con todo, pueda allí pasar. Absueltos de lo que las teorías prometen hacer, o lograr con él. Y aún así, paradójicamente, al espectador le queda el beneficio de la inocencia. Inocente por el derecho propio de ese engaño, inocente de lo que el emisor artista asegura haber logrado, inocente por estar en su derecho paráclito a no ser penetrado, alcanzado por los magnos contenidos.

Su inacción, al fin de cuentas, no es sino la equilibrada correlación a la falta de efectividad de la ‘propuesta’.

La indolencia es un estado del alma que escamotea en realidad una situación de la materia humana: impenetrabilidad.

Desde su indiferencia no se privarán de salir a comentar y eventualmente denostar hasta por los codos ese producto intragable, o aún peor, a indicarlo por quién sabe qué movimiento de manos, o por cierto carisma del actor/actriz, como una ‘maravilla de espectáculo’. Indolencia al fin. La fórmula infalible: ‘interesante’.

La utopía de hacer de un rechoncho espectador un actor más, más que un sueño es un capricho.

La coartada de no comprometer una acción, que el actor comunicante al hacerlo mal, expone que no toda actuación es eo ipso elogiable.

Aunque también, no traspasar los umbrales de la espectatoriedad, lo condena a pagar el precio de la incuria u omisión de la que es pasible de ser sospechado. No poder ser ni más ni menos que espectador anula cualquier otro alarde que no se justifica sino por una condigna acción. Un teatro fatalizado para públicos fatalmente espectadores, hace un poco ocioso los intentos ulteriores, de un hecho cultural que los tiene como agentes no necesariamente vinculantes.

Si el código moral del espectador está mercantilizado, en la taquilla está el reaseguro (el precio) para que una obra de teatro no lo afecte en un sentido no deseado.


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