La Noche de los Sospechosos
Tomás F. Juanes ha sido muchas cosas en esta vida y será muchas en las que le quedan, si bien, èl suele presentarse como «el hijo de la Feli». Tengo la inmensa suerte de estar compartiendo unos días con él y con su extraordinaria compañera en un entorno envolvente en las inmediaciones de Elorrio: Baserri de los de antes en plena naturaleza, bosque, huerta, perros, comida recién extraída de la tierra y un largo etcétera de bienaventuranzas compartidas. El Teatro brinda estas vivencias si nos atrevemos a sacarlo de los espacios habituales de actuación, la sala, el edificio-teatro, las plazas de los pueblos.
Y aquí estamos, platicando y comentando la jugada de la pieza escénica del día anterior, que presenté al aire libre, sin más foco que el sol, ante un grupo de amigos-desconocidos, con la fachada de la casa de piedra guardándome las espaldas, cuando la conversación nos llevó por otros derroteros. Y entonces yo le cuento del pánico escénico antes de actuar, que sólo me ha acontecido una vez en la vida, pero que fue una experiencia muy «heavy» por lo «metal», en pleno festival importante (el primero) allende los mares y con el peso de la responsabilidad de un monólogo sobre mis hombros. Recuerdo estar sentada en la taza del váter diez minutos antes de salir preguntándome a mí misma: ¿Qué carajo haces aquí, quién te crees que eres, tantas personas y medios movilizados para que tú te subas ahora a contar sobre un escenario, en qué momento se te fue esto de las manos, cómo diantres hemos llegado hasta aquí y para qué?
Una batallita suele llevar a otra y así, le cuento de aquella vez en la que el espectáculo, esta vez en sala convencional, está a punto de comenzar. Le hablo del Silencio ese que se hace unos segundos antes de que la cosa arranque y que dura sólo unos instantes: o te montas en ese silencio o sales tarde para siempre, porque el Teatro se esfumó. Estando en patas, olí la presencia del Silencio y salí, en completa oscuridad (como mandaban los cánones de aquella pieza) marcando un paso atolondrado (como mandaban los cánones de aquel personaje) para pegarme tres zancadas después una hostia del copón de la baraja contra un cubo negro que otra actriz utilizaba en otro momento de la escena. El ruido que emitió aquella torpeza fue brutal. Me detuve. Todo el teatro seguía en completa oscuridad. Respiré hondo y di marcha atrás. Volví a patas. Aún recuerdo la mirada alucinada de una de mis compañeras al verme llegar. «Voy a volver a empezar», le dije en voz baja. «Me parece muy bien», replicó ella sin parpadear.
«Ah si», me dice entonces Tomás F. Juanes, «hijo de la Feli» para los amigos y cantante de la mítica Ser Bizio? para los amantes del punk «Ya sé de lo que me hablas.» En los conciertos, justo antes de empezar, vas a oscuras hasta el escenario y haces «uh» en el micrófono para comprobar que funciona. Recuerdo aquella vez, en un concierto al que llamaron «La noche de los Sospechosos»: hice «uh» delante del micrófono y me contestaron siete mil personas a coro con otro «uh». ¿Sabes qué hice entonces? Darme media vuelta y salir por donde había venido. Esa fue mi primera reacción, aunque también es verdad que poco tiempo después salí a cantar aquella noche.
Cuando la oscuridad de un teatro o la noche te amparan, siempre hay posibilidad de dar marcha atrás y refugiarse entre patas si no empiezas bien el asunto, pero a plena luz del día no hay trampa ni cartón que valgan. La canción, el cuento, el teatro, adquieren otra valía cuando se ofrecen desnudos, sin papel de regalo lumínico o aderezo sonoro. También es mucho más difícil trabajar en esos contextos, por lo crudo de la situación: al tener conexión directa con los ojos de los de enfrente todo puede pasar: a veces, siguen y se sintonizan, pero otras rebaten o desprecian. Miro a Tomás a los ojos y me alegro de que que existan estos lugares donde la claridad es tan grande que no hay segundas oportunidades para enfrentar la escena.