Zona de mutación

La pérdida de la realidad

Ya desde los expresionistas se estudiaba el fenómeno llamado ‘pérdida de la realidad’, producida por el efecto disociativo en la información entre la imagen visual y sonora, la imagen y el actor, la imagen y la historia. Llegamos a ese efecto donde la voz queda desfasada de la imagen y se produce un quiebre perceptivo, una ruptura de la continuidad y un goteo de su contenido. Por esa brecha de pérdida de la realidad, dice el director e investigador José A. Sánchez, se produce un relajamiento de la responsabilidad individual sobre la historia, sobre el propio destino, sobre el cuerpo y es además la base de la ironía y de la autoironía en la que se desdibuja cualquier principio moral, como de la manipulabilidad y arbitrariedad de los sistemas de ordenación económica y política. Esa hendidura tal vez no deje ver bien las cosas. Cabe preguntarse por cuánto de realidad hay acabadamente en el teatro contemporáneo. ¿Sólo puede arrogarse ‘realismo’ los autores, directores o grupos que reclamaron explícitamente ese concepto y condición, haciendo de la simple intentona de nuevas formas, una evasión a las invariantes canónicas de lo que es y porta realidad? ¿Basta con decir que ‘no hay más Arthur Miller, Tennesee Williams’, y demás? El mundo se llena de Living Theatre, Open, Mickery con Ritsaert Ten Cate, Boadella con Els Joglars, el Wooster Group de LeCompte y Spalding Gray, Pasolini. Foreman, Bob Wilson, el Cricot de Kantor, la Candelaria, Rajatablas, Yuyachkany, Reza Abdoh, Jan Fabre, Pina Bausch, Arena Teatro de Boal, etc, etc. Ni hablar de la explosión de estilos, del ‘estallido del espacio escénico’, de las nuevas escrituras, de Muller, Chereau, Grüber, Stein, Ronconi, Strehler, Vassiliev, Arrabal, Berkhoff, , Caryl Churchill, Sarah Kane. La lista es una tibia ironía que no obstante, eleva el nombre de aquello que naciendo negativamente, encarna lo negado del panorama imperante en los países. Qué quiere decir esto: que las estrategias de la segunda mitad del siglo XX son ‘contaminantes’, se desarrollan viralmente como corporizando ‘la peste de Artaud’. El mundo va de la Guerra Fría al Mayo del 68 hasta la caída en el ‘neoconservadurismo’. Del sueño de la liberación al neoliberalismo y el SIDA. Al calor de este forceps explota la ‘dramaturgia de la complejidad’. No es que no hay más T. Williams u Albees como podría pensarse. El problema está en la mirada de quienes pierden la realidad, así como el hilo y las razones objetivas que en la contemporaneidad generan teatro. No verlo es lisa y llana actitud conservadora. Conservadurismo bastante clásico y conocido, por otra parte. Con todo, y pese a lo vivido, hay una renovada confianza en la palabra, con una explosión de dramaturgos/as desbordante. Una diversidad donde, muchas veces, hay algunos más diversos que otros. El sueño de Lautréamont ‘el montevideano’: «la poesía la escribimos entre todos» o el de Joseph Beuys: «en cada ser humano un artista», o la de las vanguardias: «el arte está en la vida», fraguan como incomodidades de las viejas tópicas artístico-sociales. En casi todos los casos las ‘rupturas’ connotan una toma de distancia de los gabinetes y los encierros escolásticos, retóricos, académicos del ‘buen y bien hacer’. La gente toma por asalto los lenguajes y colectiviza lo individualizante, altera los métodos, hace correr por las calles los ríos culturales. Se debate aún hoy si la cultura es un ‘servicio público’ o es una frutilla elitaria (la palabra es de Grotowski). El desborde de los cuadros perceptivos lleva a que la escritura capte en sentido integral ese proceso complejo y no sirva única y unidimensionalmente al ‘logos’. Stockhausen en la música experimental cambia las partituras clásicas por notaciones iconizadas con frutas, con imágenes de objetos publicitarios, etc. Fabre, Bausch ponen a bailar a gente que supera la edad y el peso del ‘bel arte’ indicado por las tradiciones. Bailan los gordos, los viejos y los feos. Pipo del Bono, Bob Wilson suben a discapacitados a escena. Cieslak es un aspirante rechazado en la Academia oficial, como lo son buena parte de los actores insignia de Barba, como Varley que habla a partir de la reversión de un grave problema vocal, Roberta Carreri haciéndose una experta del cuerpo después de un duro trauma físico. Hay un cambio que debe ser entendido. Es decir, diciendo ‘vida’ ahí donde el Mercado y la Cultura oficial decía ‘no va más’. Muchos teatros en provincia explotan a la luz de estos nuevos conceptos y anulan la coartada que disculpa de ser un creador como gesto de internalización de la subalternidad. Se trabaja con lo que hay y no con lo que debería haber. Resulta más importante el pibe real que toca a la puerta para pedir un lugar y optimizar todas sus aptitudes, a decir que no se puede hacer porque acá no habrá nunca un John Gielgud o un Lawrence Olivier. Hacerlo así supone un proceso identitario de ruptura, un desarrollo de las auto-estimas afectadas en los coloniajes de toda catadura, un desborde contra-institucional contra los designios geo-políticos, una ruptura de las cartografías de la dominación.

Se puede vivir en un tacho como Diógenes y caminar con la linterna prendida de día. Y de esta manera hacer que lo que se ve, sea una decisión de cada uno.


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