La posteridad es ahora
Puedes desempolvar una caja en un desván. Los lienzos del pintor, enrollados apresuradamente en plena guerra, aparecerán 50 años después y estarán prácticamente intactos. Y si no es el caso, siempre habrá restauradores dispuestos a maquillarlos para que queden como nuevos antes de subastarlos en Christie’s.
También puedes morirte de hambre porque tus cuadros no te dan de comer. Pagar tus cenas o entradas al cabaret con garabatos que haces sobre un papel. Ser toda la vida un incomprendido, nada que ver con Tolouse Lautrec o Beltrán Masses. Estos alcanzaron cierta notoriedad en vida, por no nombrar a los dos artistas reconocidos por antonomasia: Dalí y Picasso. Otros no: otros fueron artistas ninguneados en vida.
Pero nos quedaron sus obras, sus escritos, sus trazos, su poesía. Tiempo después se les ha podido rescatar a través de lo que nos dejaron. Me refiero a Van Gogh, Modigiliani, Vermeer, Monet y Gaughin, por citar algunos. A veces, pareciera que la humanidad, en su época, en su contexto, no estuviera preparada para asumir ciertos lenguajes, cuentos, visiones, perspectivas, ritmos y colores.
Y aún así, hay gente que se arriesga, que no se pierde ni amilana. Siguen dibujando cuadros que un hermano guarda pacientemente en un caserón, mientras soportan frío y enfermedades. Cambian sus obras por material para poder seguir creando, cuando no hay dinero con qué comprar. Soportan el desdén de un mundo que mira hacia otro lado y siguen pariendo creaciones que pervivirán en este mundo cuando haga ya tiempo que el creador lo abandonó.
Y el mundo, girando a su son y entretenido en sus cuitas, aún habrá de dar muchas vueltas alrededor del sol hasta haber madurado lo suficiente como para comprender, apreciar, degustar y regocijarse ante el legado de aquellos visionarios que no cejaron en su empeño. Quizás sea este, al fin y al cabo su mejor regalo. El hecho de que no se rindieron. Pudieron morirse de hambre, pero sus cuadros pervivieron. Pudo el mundo hacer ojos sordos, pero siguieron escribiendo. Sus obras, no se han perdido.
Pero, ¿Qué ocurre con el espectáculo en vivo? ¿Qué ocurre con los actores? ¿Qué ocurre cuando las obras que se gestan son puestas en escena? Ocurre que ocurren aquí y ahora. Ocurre que no puedes dejarlas guardadas en un cajón, que no puedes dejar a tu actuación adormecida entre las páginas de un cuaderno de anillas, a la espera de que alguien, 100 años después, la desempolve. Ocurre que la escena es flor de un día. Que el teatro es creador y obra creativa al mismo tiempo y que el video, las transcripciones y las criticas escritas no recogen el aliento vital del momento. Ocurre que lo que no hagamos ahora, nadie lo hará por nosotros, jamás.
Borja Ruiz, autor del Arte del Actor en el Siglo XX y gran conocedor de los grandes pedagogos teatrales del siglo XX nos recuerda, en cambio, que si hay legado teatral para el oficio del actor que desempolvar. Existen, por ejemplo, las grandes tradiciones teatrales como el Katakali de la India, que se transmiten de generación en generación evitando que se pierda un conocimiento escénico de siglos y conviertiendo así, a la escena, en flor de un día eterna. Nos recuerda también a Decroux, mencionando a alguien que dijo que este gran maestro pervive por siempre bajo la piel de sus alumnos. Y echa la vista más acá, al presente continuo, para hablar del Odin Teatret y preguntar: ¿Acaso dudáis de que el teatro del Odin no seguirá vivo en los cuerpos de sus alumnos más cercanos?
Raúl Iaza es un director teatral que ofrece, a quien quiere verlo, su «Fuga sobre el training», un espacio donde Iaza realiza, sin ningún tipo de remilgo o de explicación previa, su entrenamiento actoral como si estuviera «a puerta cerrada». Una de las dos personas que le ayudaron a diseñar su entrenamiento fue Torgeir Whetal, mítico actor del Odin Teatret. Al hilo de las reflexiones anteriores no podemos dejar de mencionar las palabras que Eugenio Barba, director del Odin Teatret ha dedicado a este trabajo de Iaza: «la Fuga sobre el Training es como una arqueología viviente, una especie de arqueología necesaria».
¿Es posible dejar algo vivo a las generaciones venideras? ¿Estamos las generaciones venideras recogiendo algo de lo que fue? ¿Podemos los actores aprehender la esencia misma de la vida sin atraparla en un lienzo, escultura o papel? ¿Son acaso los papeles de las grandes obras teatrales los vehículos que los autores universales han dejado para que Fedra, Ajax o Medea revivan una y otra vez? ¿Es esta una forma de hacer perdurar la fugacidad de la vida?
Entre tantas cuestiones una cosa está clara:
La gente de teatro no puede permitirse el lujo de esperar a la posteridad. Para nosotros, la posteridad es ahora.