La preocupación por el otro
Me pregunto cuántos artistas pensarán y se preocuparán por el otro. Por ese otro que es el espectador. Aunque lo mismo vale en la otra dirección, cuántos espectadores pensarán y se preocuparán por los otros espectadores y por los actores. Estas últimas semanas asistí a eventos teatrales que me pusieron a reflexionar sobre dicha relación; me parece que es tan obvia que se olvida, se da por hecho. Los creadores imaginan que el público es una extensión suya, por lo que suponen que piensa y siente igual. O, en el peor de los casos, suponen que ofrecen algo tan sumamente maravilloso que, si el espectador no lo percibe es porque resulta un insensato.
Cuando el público asiste a una función entre semana, por ejemplo, un jueves o un viernes, ¿qué estará buscando? ¿Qué lo habrá llevado a decidir que después de una intensa jornada laboral, seguramente, de más de ocho horas de trabajo, cuatro cucharaditas de estrés, unas góticas de dolor de ciática, media taza de tráfico pesado antes de llegar al teatro, vale la pena encerrarse en un cuarto oscuro con desconocidos para que le muestren una acción poética?
Los creadores del artilugio escénico ¿tendrán en cuenta que esos espectadores llegan al teatro intentando apartarse de su propio agotamiento, porque en su inmensa mayoría pertenecen a la clase trabajadora y están intentado no desfallecer ante un sistema de explotación capitalista? ¿Tendrán en cuenta que están pagando una entrada que cuesta más que lo que reciben por su hora de trabajo? ¿Qué es lo que se propone desde la escena para cambiar la disposición energética de ese espectador? No basta con oscurecer la sala, hacer silencio por algunos segundos, abrir un telón, encender una luz de colores y poner a un actor a monologar.
Del otro lado, está el espectador que, por dárselas de osado, no apaga su teléfono al comenzar la función, ni le baja el brillo a la pantalla. Y el teléfono timbra y timbra más de cinco veces, interrumpiendo la concentración de los actores y de los otros espectadores. La primera vez, todos lo excusan, las siguientes son un atentado contra el respeto, una declaración de guerra. Y ¿qué tal el espectador que se pone a chatear, o a leer noticias en Google en plena representación, pero que cuando acaba la función es el que más aplaude? Pero ¿cómo es posible, sí se enteró de algo? O ¿qué tal el que toma fotos como si estuviera visitando un país lejano y en esa búsqueda del encuadre ideal obstruye el campo de visión de sus iguales? O ¿se imaginan a un espectador que en pleno silencio ritual decide darle galletas al perro, sí señores, al perro que ha metido en el auditorio, generando un efecto sonoro de monstruo que engulle a su presa que, por obvias razones, se escucha más que lo que está pasando en la escena?
Necesitamos con urgencia dos cosas: aprender a pensar en los otros y sillas que no nos tuerzan la espalda.
Domingo 6 de agosto del 2023. Bogotá.