Zona de mutación

La prótesis teatral

El cuerpo en las fronteras de lo post-humano es posible por los aditamentos y extensiones que la evolución de las tecnologías fueron propiciando, para optimizar aptitudes naturales, para aliviar esfuerzos y desgaste físico, para ser cerebro de una maquinaria capaz de catapultar espacialmente al ser humano a niveles omnímodos. Pero en los hechos culturales susceptibles de ostentar una autonomía, estas extensiones no han permitido sino hipertrofiar las potencialidades que como herramienta en manos humanas han demandado una especialización y perfeccionamiento para su manejo.

El teatro desde el mismo inicio destaca como objeto cultural amplificable, en sus alcances acústicos, visuales, lo que actualmente la tecnología puede canalizar para comunicarlo, difundirlo o meramente diseñarlo como objeto estético.

La prótesis cultural alcanza el cuerpo humano pero también al propio objeto de su creación. De sus mutuas extensiones surgen nuevos desafíos que para su pilotaje, en ocasiones ya no requieren de vigía humano, aunque pueden ser pilotados con un sucedáneo.

La retracción grotowskiana a la esencia no parecería esconder otra cosa que un contenido distópico como propuesta metodológica. La propia técnica naturaliza sus alcances hasta ser algo más que una ‘segunda naturaleza’. Ya el comportarnos frente a la extensión de cualquier herramienta cultural haría corresponder el estadio post-humano al del pos-dramático. La propia dilatación ‘monstruificante’ no permite la inocente mojigatería ecologizante de devolver lo humano al tamaño de su antropomorfia original. La realidad es el hombre y el tamaño de sus sueños y el de sus obras. Un teatro hipertrofiado no será mirado bajo esa nostalgia como un efecto desviado de sus orígenes. Pero el ser humano está hollado por la estela consecuencial de sus acciones. El ser humano actual es la reverberancia astronómica que tiene un epicentro pero una trayectoria concéntrica y expansiva que hace difícil no antropomorfizar nuestra mirada sobre el cosmos. Imposible retraer lo humano de su historia, positiva y negativa.

La extensión del cuerpo teatral impone reglas metabólicas acordes y proporcionales. Cada obra no parece ser sino un reflejo hologramático de ese gulliveriano organismo. Cada obra se presume y fantasea como un respaldo del sistema teatral o un virus megalómano capaz de tumbarlo. Cada obra ya no navega en las aguas de una travesía original sino en las anfractuosidades de un sistema al que toda una vida no le alcanzará para alcanzar a medir y dimensionar. Cada obra podrá naufragar en la ínfima obtusidad de su ceguera topográfica, y aún así participar de álgidos optimismos. Cada obra se exculpará de responsabilizarse de aquello que el sistema (presuntamente) necesita. Cada obra no tiene por qué estar al tanto de quien maneja los tentáculos del gran sistema. Cada obra naturaliza su indolencia a las causas generales que dan vida al gigante. Cada obra hasta puede vivir en contra, en una furia atentatoria que sin embargo, ni siquiera hace cosquillas en la piel paquidermizada de la bestia sistemática. Cada obra puede autoabastecerse en fantasías, sin que el diseño fáctico y totalizante deba responder por ello. Cada síntoma impotente minimaliza el cariz de sus proyectos, que no es sino la forma de internalizar la imposibilidad de afectar al todo. Cada obra vive de tamaña imposibilidad. Cada obra sabe que la indiferencia es lo más seguro de lo cual se parte. Cada obra vive del tupé de rasguñar la piel insensible del dinosaurio.

El monstruo omniabarcativo desodoriza sus hedores de osamenta degradada, en la férvida actividad de sus bacterias, donde la vida como en ningún otro sitio, se alimenta de las materias deletéreas y delicuescentes que bien sirven para alimentar los procesos contrarios. La cultura vive de su obsolescente sueño puntual, sin incorporar para ello, la obligación de la perspectiva total, lo que por otra parte, le resulta cada vez más imposible.


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