La provocación en escena
La provocación no es nada nuevo, y en escena, mucho menos, porque el acto escénico es fundamentalmente un acto de provocación; pero lo que sí nos parece que es muy nuevo en este campo de la provocación es su insistencia en presentarse cuando apremia la ausencia de tema o se carece de argumentos y no hay nada qué decir.
Provocar, es varias cosas al tiempo, pero el uso deliberado de una sola definición de esta expresión, como medio para producir un disgusto garantizado, nos ha llevado a aceptarla como el acto que ejecutan solo quienes tienen la intención de agredir a otro, valiéndose de la excusa escénica.
La provocación, que también quiere decir estímulo, para llevar a otro a ejecutar algo, se ha convertido en una forma de tirar del pensamiento del provocado, para ponerlo a dar vueltas y vueltas, mientras busca, en medio de emociones que no siempre consigue controlar, una respuesta que compense el nivel de provocación, y por eso nos parece que cuando ésta carece de contenido, e intenta resolver la falta de éste mediante la expresión de simples formas llamativas, el estímulo se diluye por exceso de incomprensión y no cumple su objetivo, y el espectador termina preguntándose si estuvo o no en el lugar equivocado.
Eso es lo que se denomina una acción que desvía la función del acto escénico, y que por eso mismo puede terminar calificado de pésimo, porque quien asiste a éste busca ser provocado con argumentos que le enseñen algo, o le muestren la realidad, o lo diviertan, pero nunca que lo agredan.
La provocación per se, cada vez más puesta en práctica, es una excusa, a la cual algunos dan el nombre de improvisación, que utilizan muchos de quienes suben a escena, y están acosados por el afán de impactar, para mantener la vigencia de su nombre, y que por ende no tienen tiempo para pensar de manera lógica, organizada (no ordenada) y paciente en la misión que tienen como actores, y por eso se embarcan en aventuras, que suponen provocadoras, y que terminan en naufragios escénicos, porque su mensaje imperfecto, carente de tema y por ende de destino, se queda girando en torno de sí mismo, como en un remolino.
No debemos confundir estas prácticas descaminadas, de búsqueda azarosa de argumentos, con el acto de improvisar, porque este último tiene un compromiso primario con la satisfacción del hacedor de arte, cual es el hallazgo de su propia satisfacción a partir del hecho cumplido, sin que en la consolidación de dicho estado influya en forma notable la reacción del espectador, porque la búsqueda del improvisador es un acto de intimidad suprema, que sucede sin gran dependencia de la realidad exterior, que mas bien la coarta. La provocación, en cambio, es un acto preconcebido, cuya eficacia depende de la reacción del espectador, y que es la que determina el grado de satisfacción o de realización del provocador.
Aunque el término provocación tiene varias acepciones en el diccionario de la lengua, es casi norma que se utilice con la intención de generar molestia a un receptor específico, y no de inducirlo, a través de un ejemplo, a cambiar de actitud, y es desde este punto de vista que nos parece que la provocación es, en las mayoría de los casos, un desperdicio en escena, pues una cosa es encender el fuego y otra muy diferente atizar el que ya existe.