La realidad y su doble
La invención de la experiencia en la para-realidad del escenario lleva a preguntar por su solidez, su asidero. La experiencia cumplida en el campo simbólico, en el espacio ficcional, forma parte de esa particular entidad que en combinación con el «fuera de la escena», fuera del espacio cultural-teatral, ¿se desvanece en el aire? ¿Es esto algo así como experiencia de la nada? ¿Los anclajes referenciales de la experiencia poética del teatro no inciden extramuros (extraescena)?
La transformación espiritual del receptor no se computa como relato verosímil, pertenece al mundo de una experiencia efímera que sólo puede sostenerse como engaño o mentira. El metarrelato experiencial forma parte de una enajenación desiderativa de sí misma, de un gozar la imposibilidad que sólo se puede llamar irreal de manera precaria, porque hay otra serie de consecuencias subsecuentes (trascendentes) a las rugosidades de la realidad real. En este ‘doble’ de la realidad, la cultura no es sino la orquestación de un sistema perceptivo de diseño, donde la fantasía desarregla los sentidos hegemónicos para permitir el filtraje de lo que ilumina la unidad. Ver, dirían algunos, es la percepción de esta segunda realidad. Es la paralaje que orienta, afina el cuadro perceptivo a la penetración. Lo doble es lo otro, la realidad otra, que retorna sobre la original y la extasía en conciencia.
Tirar del hilo de la referencia (según dice Pierre Alferi), rompe los jarrones que se exponen en un formato que se pretende exclusivo. Los añicos de la forma ya contienen como inmanencia las miles de formas alternas en que el jarrón podría reconfigurarse, para ya no sólo no ser jarrón, sino algo distinto y hasta más que él. Algo similar al fenómeno perceptivo de la pareidolia, donde la nube evoluciona no de una forma que en un momento deja de ser tal para ser tal otra, sino en el poder casi incesante de mutar ‘siendo’ algo legible.
Los tambres de la noche succionan los cuerpos entregados a una fiebre de la forma, donde cada acrisolamiento sólo es una particularización transitiva cuyo fin es transfigurarse sin cesar. La escena ya no particulariza una visión, sino que expone el movimiento puro por el que el aparato sensible descubre su poder de reconfigurarse en perennidad. Los aparatos sensibles nunca saben, des-saben y por eso ganan su infinitud.
Vivir la experiencia es estar disponible a lo que vendrá, la virginidad necesaria para encontrarse con las cosas y no con sus versiones, con los originales y no con sus copias.
El teatro pasatista es aquel capaz de vérselas sólo con el pasado, de restaurar el rito del ‘déjá vú’ para así forjar la tranquilidad de lo ya vivido.