La resistencia testimonial
Cuál es el ritmo o en todo caso el barómetro que mide cómo se actualiza una función artística. El actor que ya no se resigna a vivir la vida de los otros, despreciando las técnicas que lo posibilitan, así como el oficio que opera por la experiencia y sabiduría de tal cultura. Podría imaginarse, en contrapartida a este modelo, a un actor partero de la verdadera vida, portador de la fantasía en la que se desoculta el mero flujo de la cotidianidad. Pero ¿quiénes encarnan este reservorio conceptual? Aquellos que entienden que a cada época, a cada texto, su actor. Si las fuentes no son lo que cambia, quien lo hace es la técnica del zahorí, la que se afina para encontrar con precisión los yacimientos. Pero el artista teatral se orienta en un mar sembrado de pecios. Su arte no se desentiende para nada de su capacidad de desechar lo que no sirve. En la era de la profusión de basuras, lo que obtiene más que nada es confusión. Cuesta saber qué desechar, cribar lo importante de lo inútil. Por esta vía es que retorna lo inane. No faltan los que construyen una especie de mérito de ello. Hay que verlo todo, aunque sea sin criterio. El teatro sin anclaje a priori a ninguna norma, porta sus propias ‘régles de déreglement’, hasta las de su propia negación. El resultado es que no le es fácil autoafirmarse en legitimidades canónicas que rezuman poder cultural de sólo ostentarlas. Más bien que se cosecha lo que se puede en el triste despojamiento de los demás. Los mejores artistas anuncian que se recogerán sobre sí, como para resistir, mientras las hordas sedientas que apuntan al subsidio, han acotado sus infinitos a la caprichosa tasa que le fijan los organismos estatales. La deprivación sensorial que viene aparejada de tales reducciones de los espacios sensibles en el potencial público, es proporcional a la imposibilidad de las usinas artísticas libres, de afectar los umbrales perceptivos mínimos de aquella misma gente. Los artistas optan por empalagarse de su caparazón construido a base de un prestigismo impotente, moralmente fetichista, autocomplacidos en su exclusivismo de logia. Fuera de las reglas del consumo, de la dinámica del marketing, mal se puede reclamar de esa oferta exclusiva, compromisos de filiación a construcción de ciudadanía alguna. En todo caso, aparece en las costas de la oferta cultural, mezclada a los detritus industriales al momento de la resaca. Se sublima luego que un consumidor hastiado, elija ‘arte’ sin que le cueste un verdadero compromiso. La supuesta resistencia deviene en una especie de piedad. Qué le queda, ¿vivir de la culpa que se puede sembrar en el espíritu del saciado? ¿Vivir de un cierto ‘complejo de lo cultural’, de que la gente es idiota porque no elige los reservorios de una inteligencia que pervive en el escrúpulo de alguna prensa ahíta de mundanidad, que debe purgar su profusión ecléctica aviniéndose a la dádiva sublimatoria de lo marginal? Si el arte de lo presente no trabaja para el presente, ¿puede convencer que lo hace para un no-tiempo que se puede tabular como futuro? El arte vivido culturalmente como culpa, como pretexto reivindicable para espurios justicieros, no es sino el paternalismo frívolo, la tibia admonición de cierta prensa alternativa, que sin demasiado despliegue (ni verdadera comprensión), se arroga la facultad de postular a las víctimas de la guerra industrial como las debilidades de un tiempo, como la gema negra alimentada del olvido, sin embargo optimista de su condición de lastre. Hay un arte que vive de esa relación piadosa. La consecuencia minoritaria, luego es causa autoexcluyente, sólo disculpable en su autosatisfacción.