La sangre de Antígona/José Bergamín/CNT de México/CDN
Ni aun matando pudieron encontrar su patria
Iniciada en México en su primera etapa de trastierro, Bergamín termina La sangre de Antígona en 1955 en París. Tiene por entonces 59 años y un extenso currículo como intelectual comprometido, poeta y ensayista pero su teatro es prácticamente ignorado en España no sólo por el desarraigo que trae consigo todo exilio sino porque desde sus primeras obras publicadas – Tres escenas en ángulo recto (1924) o Enemigo que huye (1926) – la crítica lo tachó de «experimental» con toda la carga de rechazo que semejante epíteto suele traer consigo en un mundillo escénico tan tradicional como el nuestro, inmerso aquellos años en un debate de lo más castizo entre el modernismo burgués de Benavente y el denostado realismo de Galdós.
Por otra parte, más que cultivar su jardín dramático particular y convencido por la indiferencia general ante sus propuestas para las tablas de que se quedarían en «teatro para leer», Bergamín se centró en la producción de numerosos ensayos teóricos sobre la escena – un tema que le apasionaba – descuidando su propia dramaturgia, que así ha llegado hasta nosotros, cuando no se ha perdido, dispersa, inédita o inacabada. Puede que ese mismo destino le aguardase al texto que nos ocupa aquí si no fuera porque el compositor Salvador Bacarisse quien, también exiliado, trabajaba en la Radiotelevisión francesa, le convenció en París de que podría convertir la pieza en el libreto de una ópera que dirigiría el celebrado cineasta italiano Roberto Rossellini con su esposa, la actriz Ingrid Bergman, en el papel de Antígona. La producción no se llevó a cabo pero Bergamín dio fin a su obra. Ahora, inaugurando el programa «Una mirada al mundo» del CDN, nos la trae la Compañía Nacional de Teatro de México al María Guerrero en una versión de Fernando Bergamín Arniches, hijo del escritor, que dirige nuestro compatriota Ignacio García.
Como nos recuerda el investigador Gonzalo Penalva, máxima autoridad española en la obra y la vida del poeta, en Mangas y capirotes (1933), un libro dedicado a nuestros clásicos del siglo XVII, Bergamín define el teatro como «un arte poético de popularizar el pensamiento». Pensamiento, poesía, pueblo… Pensamiento, porque el drama tiene que nacer de lo más íntimo de nuestra conciencia como seres involucrados en nuestro propio tiempo y enfrentados a sus dilemas y acontecimientos; poesía, porque no sólo su lenguaje ha de ser poético sino también su gesto (condición que distancia su teatro de lo que se conocía entonces como «teatro poético» – el de Marquina, Villaespesa o Pemán – que se hacía llamar así tan sólo por estar en verso); pueblo, sencillamente porque «el teatro o es popular o no es teatro» como defendía el autor. Para cerrar el círculo, para sobrepasar el texto escrito y dotarlo de la necesaria teatralidad para llevarlo a escena, Bergamín recurre a un cuarto elemento, la máscara, que engloba en cierto modo a los tres anteriores. Y es que, para que se dé el drama, los tres deben de aparecer «enmascarados» como lo estaban en la tragedia antigua, pero no para ocultar un enigma o encubrir un engaño sino, muy al contrario, para que por medio de este artefacto técnico se nos haga visible el personaje y resuene su palabra en el teatro. Todo lo demás es efectismo, secuela de tramoya, pura «arquitectura teatral».
A estos ingredientes extraídos del teatro clásico, Bergamín les añade en La sangre de Antígona aquellos que proceden de la tragedia griega. Así, como ocurría en ella, divide los papeles del reparto en «hablados» por los protagonistas, el Coro y los dos corifeos y «cantados» por los personajes que habrían de constituir el fondo musical de la ópera con la que soñaba Bacarisse: Ismena, Eurídice, Hemón, Tiresias, las «sombras» de Polinice y Etiocles, un Coro mixto mezclado con la orquesta y «ocho voces enmascaradas de risa y llanto» que traen hasta nosotros el clamor popular. La trama sigue al pie de la letra la de Sófocles aunque aligerada de la muerte de Eurídice y el arrepentimiento de Creón al final. El texto, continuamente punteado por las acotaciones que revelan su propósito musical, es un bello entramado de composiciones poéticas que van alternando rítmicamente los monólogos de la protagonista con las intervenciones del resto de los personajes, los coros y las voces al tiempo que utilizan muy diversos estilos de versificación, desde la esticomitia de la tragedia ática al soneto finamente compuesto al estilo de Lope o las rimas más rudas, tirando a culteranas, de Calderón. Así compone Bergamín este que denomina «misterio en tres actos» cuyo tema, como no podría ser de otra manera, se condensa, aunque jamás se haga mención explícita de ella, en esa guerra fratricida que, a tenor de la intolerancia de los vencedores, aún sigue latente entre nosotros: «¡Ay de mí! / ¡Ay de mí! / Las desdichas son una afrenta para quien las mira / Y son las que vemos cuando tornamos del destierro / Ni aun matando pudieron encontrar su patria. / Apenas han vuelto y ya mueren. / Y mueren matándose. / Terrible es si lo miras. / Espantoso si lo recuerdas. / Más les valdría haber sido enterrados vivos que desterrados muertos. / El furor de su propia sangre les ha juntado. / No los separéis en la muerte. / ¡Ay de mí! / ¡Ay de mí!» dice un afligido Bergamín escudándose en las voces del Coro (y aún le quedaba un segundo destierro).
A la presencia de la Compañía Nacional de Teatro de México en el María Guerrero habrá que agradecerle en primer lugar el dar a conocer en España la obra de un artista exiliado al que, como les ocurriría a tantos otros, nuestro mundo oficial, ajeno al hecho de que se marcharon los mejores, hizo todo lo posible por ignorar, con el consiguiente deterioro de nuestro patrimonio cultural. Y habrá que encomiar del mismo modo el arrojo y la dedicación que han mostrado los miembros de su excelente elenco al enfrentarse con un texto de tan enrevesada versificación, que ellos despliegan y pronuncian con una claridad meridiana y una dicción que para sí quisieran muchas de nuestras primeras figuras del teatro. Es en la concepción de la puesta en escena donde, a mi parecer, comienzan los problemas. Y es que, al contrario de lo que pensaba Bergamín, son el efectismo y la tramoya los que dominan el montaje. Un efectismo que se traduce en la ampulosidad de un recitado que pronto deviene declamación y una tramoya que se manifiesta en lo aparatoso de un decorado móvil que, al desplazarse continuamente, dificulta el movimiento de los actores y provoca desorden en la escena. Un intento de dar solemnidad a una ceremonia ritual que, probablemente sin pretenderlo, nos retrotrae a la escenografía y la interpretación recargadas que eran comunes antes de la República pero que debería ser sustituido en nuestros tiempos posdramáticos por la búsqueda de una ingravidez que, libre de ataduras escénicas, diese el protagonismo al gesto y la palabra, es decir, a la máscara. Otra consideración, aunque más discutible, es la posible inconveniencia de mantener la figura de Creón como un militar hispanoamericano. Bien está que, por un afán historicista y el debido respeto a la época del autor, se haya elegido dicha representación por la multiplicidad de sus ejemplos en estas tierras nuestras y las de enfrente (Franco, Videla, Pinochet). Pero desde 1944 y el estreno de la Antígona de Anouilh, sabemos que, a pesar del mariscal el-Sisi, la figura del dictador castrense resulta un tanto trasnochada: como nuestros políticos, los Creones de hoy llevan traje y corbata y sus secuaces no portan armas sino maletines a rebosar de leyes y billetes de banco. Por no desentonar del vestuario, una túnica simple bastaría. Como era de esperar atendiendo a la experiencia en los montajes líricos de Ignacio García, el acompañamiento cantado y musical está muy cuidado.
David Ladra
Título: La sangre de Antígona (1955) – Autor: José Bergamín – Versión: Fernando Bergamín Arniches – Intérpretes: Arturo Beristáin (Creonte); Ana Isabel Esqueira (Ismene); Israel Islas (Sombra de Etiocles / Soldado II / Hemón); Érika de la Llave (Antígona); Rosenda Monteros (Tiresias); Álvaro Zúñiga (Sombra de Polinice, Soldado I); Coro (Rocío Leal, Tony Marcín, Abril Mayett, Laura Padilla y Tere Rábago) – Música y sonido: Ignacio García – Escenografía: Jesús Hernández – Vestuario: Jerildy Bosch – Dirección: Ignacio García – Producción: Compañía Nacional de Teatro de México en colaboración con el Centro Dramático Nacional – Teatro María Guerrero, del 11 al 14 de septiembre