Críticas de espectáculos

LA SEÑORITA JULIA. Producciones Teatrale

PESADILLA DE LA PRIMERA NOCHE DE VERANO

(A propósito de La señorita Julia, tragedia naturalista de August Strindberg, versión de J.C. Corazza, por Producciones Teatrales Contemporáneas)

Víctima de la erótica del poder, o sea del afán de dominación sexual –prepotencia del varón: “¡Puta de lacayos!¡Y una puta será siempre una puta”- y del revanchismo social –ambición del criado:“Un criado será siempre un criado…”-, La señorita de Strindberg expresa como pocas obras contemporáneas el conflicto psicológico de la mujer apresada entre la lucha de clases y la guerra de sexos o, dicho de otro manera, entre el sistema de valores del estamento nobiliario al que pertenece –la honra-, a pesar de su nietzscheana “debilidad” femenina, y el instinto de los de abajo –el criado Juan, para quien la señorita se presenta como un codiciado objeto del deseo-, como acceso y ascenso a la burguesía.
La ruptura del orden por la libertad de la señorita Julia –hija de un conde- a la hora de seducir a un criado -¿es libre el deseo?- desencadena un caos dramático cuyo desenlace no puede ser otro que la muerte, restitución del orden de la jerarquía social –clasismo- y sumisión de la mujer al machismo patriarcal –moneda de trueque del padre aristócrata-.
La pasión del Eros alberga en su seno el destino del Thánatos para la trasgresión de un tabú social que, en esas condiciones sociales –nobleza y servidumbre-, tan sólo se da en la sublimación del amor cortés y que, una vez vencido el interdicto –invertidas la ley de la Cortesía-, exige la inmolación de Julia en aras del honor del Padre –noble y varón -.

LA CONSAGRACIÓN DE LA PRIMAVERA DE LA PRIMA JULIA

Y no es casual que la unidad de tiempo se concentre en una sola noche, una noche de San Juan, como ceremonia pagana -“Y los trolls se retiran a descansar!”; “¡Sí, los trolls que han andado haciendo de las suyas esta noche!”- de muerte del invierno y nacimiento del verano, cargada de erotismo y transformación carnavalesca y con la correspondiente renovación por la sangre –la consagración de la primavera mediante el sacrificio de una doncella perdida por el juego y consumida por el fuego de las hogueras del solsticio esa misma noche en que comienza el declinar de la luz solar en su órbita del Cenit al Nadir-.
Carnaval de una noche de verano que permite, por unas horas, esa inversión de roles –de ama y criado y /o macho y hembra-, en un peligroso juego que -entre la misoginia y el menosprecio hacia varón-, y en ausencia del Padre –botas y sombrero como atributos del poder que lo inviste de los pies a la cabeza, en la manifestación de fetichismo que se hace extensiva al beso de Juan en el zapato de ella-, se da por finalizado con su regreso.

LA SANTA JULIA DE AGOSTO STRINDBERG o UNA JULIA AGOSTADA

La cristianización de ese culto a la Tierra en una obra de teatro que el propio autor, en su Prólogo, califica de “Biblia pauperum”, secularizada en una tragedia contemporánea por medio del fatum que destruirá a Julia, y donde espera la llamada del Conde y Señor Todopoderoso, bajo su techo –la casa del Padre-, el triángulo compuesto por un siervo de Dios–criado Juan /seductor Don Juan/ San Juan sobre quien pende el augurio bíblico del degüello: “¡Será el de la degollación de San Juan Bautista, supongo!”, “(…) si ahora bajase el señor conde y me mandase cortarme el cuello, lo haría sin vacilar”, en la noche de su onomástica, pues “San Juan Degollado” se celebra en otoño: a cada cerdo le llega su San Martín-; la hija del Padre–la Srta. Julia/ deshonrada pecadora degollada en aras del mes de Julia (cesárea), el mes de la siega/ inmolada como la cartaginesa Santa Julia, noble virgen y mártir-; y Cristina –bajo la advocación de Cristo, ya que “a falta de cura, he puesto el sermón en boca de la cocinera”, “atiborrada de moral y religión”, que “Va a la iglesia para descargar sobre Cristo, (…) y procurarse una buena dosis de perdón”, tal y como afirma el predicador laico Agosto Strindberg-, en vísperas del Oficio de Tinieblas.
Rito de purificación por la sangre que anticipan, con trágicos vaticinios del desenlace, desde la perra montada por el chucho –que presagia el futuro de la señorita: “¿Ella, que estuvo a punto de mandar matar a su perra por haberse ido con el chucho del guarda?”-, pasando por la muerte del lúgano –el pájaro que imita el canto de otros pájaros, en un mimetismo que insinúa el de Julia en su jaula dorada: “Oh, mi Serine querida, ¿por qué tienes que morir y dejar a tu dueña sola?”-, hasta la cicatriz –de la fusta- de la actriz que le provocara su novio en la versión original y no incluida en la traducción española –así también santa Julia, s.V, golpeada por el gobernador de Córcega antes del martirio- y el suicidio a degüello con la navaja barbera –atributo masculino- de una mujer que lava la vergüenza de haber sido engañada –la culpa de su amor “propio” herido-, enfermera de su honor, con su propio duelo, víctima y verdugo de una ejecución autoinferida, en una escenografía que produce la impresión de ser el decorado ensangrentado de una matriz –y representación sobre cuya interpretación femenina me reservo el derecho de opinión-.
Lejos de la emancipación liberadora de Nora, en Casa de muñecas, de su coetáneo el noruego Ibsen, La señorita Julia sucumbe en la intersección entre la Sociedad –navaja degradada del acero de la honra- y la Naturaleza –el deseo gorjeado por una garganta- y supone, dentro de la pesimista –y determinista- mentalidad de Strindberg, una negación de cualquier tipo de utopía liberadora –ya fuera sexual, ya fuera social- para las mujeres.

LA SEÑORITA JULIA Y SU ESCRIBIDOR

Que el origen dramático de La señorita Julia fuera el fruto de un matrimonio desigual entre los padres de Strindberg –un comerciante y su ama de llaves y amante-, del propio Strindberg –escritor de clase media y su amante finlandesa y esposa de un barón, varón que por lo demás se hacía el sueco- y, en último extremo, de la relación sexual del autor con la hermana del administrador de una finca en la que vivió el mismo verano de 1888, puede arrojar luz sobre su concepción previa y la obsesión primordial del dramaturgo –desigualdad social entre los amantes-, pero no por eso deja de ser un conflicto dramático netamente femenino, si bien de valor universal, aunque no permutable por el del varón.


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