Mirada de Zebra

La silla de Alicia

Jesse Bering, un psicólogo obsesionado por entender de dónde proviene la tendencia a creer en Dios, ideó hace años un curioso experimento. Quería dilucidar si esta predisposición es un instinto con el que nacemos o si, por el contrario, es algo que aprendemos en función del entorno.

La empresa parecía grande, pero el experimento era sencillo. Reunió a un grupo de niños/as entre 5 y 9 años a quienes invitó a participar en el siguiente juego: solos/as en una habitación, tenían que lanzar pelotitas con velcro hacia el centro de una diana, situándose detrás de una línea pintada en el suelo, de espaldas y con su mano menos hábil. Es fácil intuir lo que pasó. Uno: era prácticamente imposible acertar en la diana. Y dos: ante la dificultad y sabiéndose en soledad, pocos/as niños/as reprimían el impulso de hacer trampa, por lo que traspasaban la línea, se acercaban a la diana y pegaban la pelotita directamente en la diana.

En una siguiente fase se repetía el juego, pero con una nueva circunstancia: en la habitación se ponía una silla vacía y a los/as niños/as se les decía que estaba ocupada por la princesa Alicia, una bondadosa mujer invisible. Ese pequeño detalle cambió por completo su comportamiento. A pesar de que podían tocar la silla y cerciorarse de que estaba vacía, los/as niños/as creían que Alicia les estaba mirando y, al sentirse observados, apenas ninguno/a hacía trampa. Según Bering y sus colegas, el experimento demuestra que, por naturaleza, tendemos a creer en la presencia de seres que aparentemente no están y que podemos llamar, según las circunstancias, espíritus, fantasmas o Dios.

Puede parecer inquietante pensar que estamos programados para crear y creer en presencias intangibles y, sin embargo, es una práctica que puede ayudar a sobrellevar una de las grandes anomalías de un proceso de creación: el hecho de ensayar sin esa parte complementaria e imprescindible que es el público. Para mitigar la soledad de la sala de ensayos podemos sentar en una silla como la de Alicia a personas imaginarias que nos acompañen y construir bajo su mirada aquello que estamos creando. Se quiebra así el aislamiento al que tiende todo camino creativo, es decir, nos posibilita proyectar un diálogo donde en apariencia hablamos solos.

¿Qué espectadores imaginamos entonces cuando creamos? En un principio, esta cuestión ayuda a definir cuestiones de formato del espectáculo: ¿Imaginamos público adulto? ¿Público infantil? ¿Quizá ambos? ¿De qué franja de edad concretamente? Hay más preguntas que esbozan con mayor precisión la comunidad imaginaria a quien nos gustaría dirigirnos: ¿Es público de un determinado perfil intelectual? ¿Es quizá público visceral y emocional? ¿Personas que se ríen fácilmente? ¿Hay críticos/as entre ellas? ¿Creadores/as que admiras especialmente? ¿Artistas que no llegaste a conocer en persona? ¿Amigos/as? ¿Familiares? Es decir, ¿cuál es la tribu de espectadores/as imaginarios/as que te acompañan en la sala de ensayo? En definitiva: ¿Para quién hacemos lo que hacemos?

En literatura, Cortázar visualizó un «lector cómplice» cuando escribió Rayuela, alguien que participa y casi coescribe junto con el autor, un lector activo que polemiza, que a veces acepta o rechaza lo que se plasma en las páginas, alguien que de alguna manera está presente en el libro incluso antes de empezarlo. Esta elección de lector imaginario de Cortázar articula su escritura extraña y misteriosa. O pensado a la inversa: de haber escogido un lector imaginario conformista, alguien que asimila dócilmente lo que el autor cuenta, sus cuentos y novelas habrían sido de otra índole. Es decir, el tipo de receptor que escogemos moldea inevitablemente la obra.

En teatro, Sanchis Sinisterra sigue una estrategia similar. El dramaturgo dice elaborar su teatro imaginando un «espectador ideal», un antagonista en la intimidad con quien el autor co-crea, que es muro de confrontación pero también compinche. Según Sinisterra este lector imaginario le ayuda sortear el gran peligro en la creación: la tentación de intentar agradar al público real.

Para Barba el espectador ideal son, en realidad, cuatro. Por un lado, está el/la niño/a que ve las acciones de forma literal y que no se deja seducir por el lenguaje indirecto de las metáforas, las alusiones o las imágenes simbólicas. Por otro, el/la espectador/a que no entiende pero que es capaz de apreciar la calidad de lo que está bien hecho y que «danza» con el espectáculo siguiendo la cualidad de las energías que lo componen. Está también el alter ego de quien dirige, el/la espectador/a que, conociendo todas las capas de la creación, supervisa meticulosamente el espectáculo. Y, finalmente, el/la cuarto/a espectador/a que ve lo que el público no puede ver y valora la artesanía de lo que no se muestra.

En mi caso, en la silla de Alicia siento a personas con quienes puedo abrir un diálogo donde lo creativo discurra por caminos no transitados, donde la ignorancia sea el anticipo de la curiosidad y la sorpresa, donde el descubrimiento de lo que se ignora sea el sostén de lo que se crea. Hablo sobre la obra y sus extensiones con personas que pertenecen a diversos tiempos. Hablo con personas que ya no están, con quienes tengo conversaciones que pudieron ser y sólo ahora son posibles. Hablo con personas que sí están con quienes charlo sobre aquello que sólo se articula en territorios imaginarios. Y hablo con personas que no están ni estuvieron, que habitan el espacio de los sueños, pero cuya presencia y conversación se vuelve real como el hecho de que yo escribí esta frase que tú ahora estás leyendo.

Es un diálogo en la frontera entre lo real y lo imaginario que intenta construir una intimidad particular entre la obra y quien la crea, que traza el mapa de conexiones invisibles que vincula a ambos. Al mismo tiempo, de ahí se revela una radiografía particular de la obra: la de sus fuerzas y debilidades que se escapan del análisis meramente técnico.

Una serie de preguntas posibles que desencadenen un diálogo así pueden ser estas:
¿Puede interesar la obra a alguien que, por accidente, va al teatro por primera vez?
¿Puede sorprender a alguien que ha visto todas tus creaciones anteriores?
¿Si el elenco fuese público, seguiría con ganas de subirse al escenario?
¿Qué pensarías tú sobre la obra hace diez años?
¿Percibirías la punzada que te llevó a hacer teatro en la obra que ahora creas?
¿Qué pensarás tú sobre la obra dentro de diez años?
¿Qué pensarías tú sobre la obra ahora mismo en el hipotético caso de haber tomado otro camino alejado del arte?
¿Qué consejo te daría el/la artista que ahora mismo admiras?
¿Está presente aquella indicación clave que alguien te sugirió y que cambió tu forma de ver la escena?
¿Puede estimular a un/a niño/a en caso de que la obra esté concebida para público adulto?
Viceversa: ¿Puede interesar a un adulto si está concebida para niños/as?
¿Podría alguien anciano, quizás tu abuelo o abuela, encontrar un reflejo donde verse en algún momento?
¿Captará la atención de una comunidad que pertenece a otra cultura y que habla otro idioma?
¿Qué pensaría alguien que padece agnosia global, un trastorno que hace que la persona sólo entienda el significado que proviene de las palabras, y que no atiende a la emoción y el tono que las sostiene?
¿Puede la obra inquietar a alguien que amas?
¿Puede atraer a alguien que rechazas?

Las posibilidades son infinitas. Cada cual puede escoger las suyas y conversar sobre la obra con aquellas personas que son relevantes para uno. Al calor de ese diálogo se puede moldear la creación en ciernes, pero se escribe quizá un secreto aún mayor: la razón por la que hacemos teatro. La pregunta ¿para quién hacemos lo que hacemos? Es en realidad: ¿Por qué hacemos lo que hacemos?


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