Hay espectadores a los que no les gustan los espectáculos construidos en la forma del monólogo, dicen que se aburren. Y es verdad, existen monólogos aburridos, pero también obras de teatro en las que los personajes interactúan a través del diálogo conversacional y que aburren profundamente. Asimismo, abundan películas, series, libros, productos del arte que uno abandona rápido porque son tediosos. No sé bien si el aburrimiento depende de uno o del objeto que se tiene ante sí, es decir, ¿un producto artístico es aburrido en sí mismo o el aburrido es uno?
Sin embargo, la cuestión que me ocupa es divisar por qué un monólogo como espectáculo podría ser estimulante. Eso sí, dejaré por fuera la arista que propone al monólogo como espectáculo más viable en términos de producción, ya que resulta más fácil de realizar, de mover, de sostener. Más fácil, claro está, en términos económicos.
¿Qué pasaría si nos detuviéramos a pensar sobre lo que señalan varios de los teóricos de la cultura, cuando proponen que en los tiempos que corren nos hemos vuelto más individualistas y más narcisos? Entonces ¿no tendría sentido que el teatro se afectase por tal realidad y que una de sus consecuencias formales fuera precisamente la preponderancia del monólogo? Hasta ahí dejo esta idea, pues hay otra que me parece aún más provocadora.
Si resultara ser cierto que cada vez nos sentimos más solos, ¿no sería lógico que los personajes también? Así pues, un espectáculo construido bajo la forma del monólogo o del soliloquio, ¿no sería la enunciación de ese estado de soledad?
¿Por qué no podríamos pensar que un personaje que habla con las voces que hay en él, en su mundo interior (como pasa en el soliloquio), o con las voces de otros que son incapaces de responderle (como acontece en el monólogo), formulan el saberse separado del mundo, el saborearse solo? Y pensarlo desde ahí, como si este tipo de espectáculo reafirmara la condena de nuestra soledad ¿no resulta interesante?
Sábado 9 de julio 2022.
