La Sonrisa Etrusca
Me encuentro sentado en segunda fila anfiteatro de nuestro querido Teatro Arriaga. La experiencia me ayudó a no comprar la butaca situada detrás de la columna pero no pude evitar que me tocara un señor de considerable estatura en la fila de delante. O sea que las dos horas de función me las pasé haciendo contorsiones de cintura y deseos de tener en mi mano la goma de aquellos dibujos animados de la infancia para borrarle la cabeza al señor en cuestión. Las condiciones no eran las mejores pero las ganas de disfrutar sí que lo eran.
La función comienza con contrastes vocales. Dos actores entran por el fondo del escenario. Fondos claros, bastante luz. Dos voces, una joven que ocupa ampliamente el espacio y otra voz anciana que encogida se mueve por el teatro con dificultad hasta el espectador. No solo era la voz la que tenía dificultades para ocupar el espacio del teatro sino que las vocales tampoco se extendían, lo que junto al acento particular, pedían un esfuerzo extra por parte de este espectador. Este contraste se repetía siempre que, padre e hijo en la ficción, tenían una escena juntos. Si no quería perderme detalle de su historia debía estar muy atento para acercarme al personaje, al actor. Su espalda ya encorvada por los años favorecía esa emisión de voz hacia dentro. Mi oído se veía obligado a realizar un ejercicio de ajuste continuo durante todos los diálogos en los que la anciana voz tomaba parte. Ocurría que el montaje contaba con un recurso narrativo de voz en off que nos contaba los pensamientos del personaje. Esta voz en off tenía otro volumen, otra presencia. Otro punto diferente más de ajuste para el oído del espectador. Todo un baile de ajustes auditivos que me llevaban casi a bailar en espejo con el actor principal. En otras ocasiones me hubiera enfadado bastante. Pero debo confesar que este baile con el actor principal y su anciana voz fue una delicia. Una auténtica delicia de ternura. Delicia de sonrisa profunda y amplia que me emocionó y sinceramente me dio igual. Me dio igual tener que esforzarme para escucharle la voz, entenderle y que sus palabras no se me escaparan. Y no me importó echar miradas asesinas a dos señoras, una que no hacía más que abrir su maldito bolso lleno de papeles ruidosos y otra que parecía querer que todo el mundo se diera cuenta de todas las pulseras que llevaba en la muñeca. Agudizar el oído con esas interferencias me rompe los atributos, ¿comprendes? Y no me importaba pasar por todo esto, quizás, porque le sentía. Me imagino que de la mano de José Carlos Plaza, un director de escena y de actores donde los haya, el personaje creado por Héctor Alterio me robó el corazón y me llevo de calle por su mundo durante toda la función desde el primer minuto.
No voy a decir que ahora me dé igual el cómo los actores usen su voz o el cómo coloquen la palabra, no, no es eso. Pero, sí que prefiero un actor o una actriz en escena, no ya solo que comunique, sino, a quién pueda sentir, antes, que a un actor técnicamente eficiente. Una de esas raras ocasiones en las que el corazón llega más lejos que la voz.