La teoría de la acuarela
En teatro, como en la mayoría de las artes colectivas, la creación sigue generalmente un curso que podríamos llamar vertical o piramidal. En la cima hay alguien que propone una idea y posteriormente dicha idea es acogida por un equipo de personas de diferentes especialidades para llevarla a cabo. Es el esquema de trabajo donde se ensalza la figura del director o creador escénico. Planteado con coherencia se trata de un procedimiento muy eficaz, donde cada persona trabaja en una parcela bien delimitada y con tareas muy concretas y donde la responsabilidad, si bien repartida en parcelas, finalmente recae sobre el director o creador escénico. Los debates y los cuestionamientos existen, pero se orientan a intentar plasmar la idea primigenia. Al fin y al cabo, si esto o aquello debe ser así o de otra manera sólo puede saberlo quien promovió el proyecto. La libertad creativa del resto del equipo está, pero está atada con una correa no muy larga, siempre sujeta al planteamiento de origen. En una empresa que busca rendimiento mercantil además de artístico, esta estructura funcionarial es probablemente la que mejor se ajusta a estos tiempos que premian la efectividad y la productividad por encima de cualquier otro valor. Por eso es la manera de proceder más habitual dentro del circuito profesional.
Como alternativa a una creación vertical o piramidal se puede distinguir un proceso horizontal o en red. Aquí no se trabaja con una idea preconcebida que alguien pone sobre la mesa. Lo que promueve la actividad artística no es un determinado proyecto, sino el deseo de querer trabajar con quien está en el entorno. Es decir, la pregunta-origen no es «¿por qué no ponemos en marcha esta idea?», sino «¿por qué no hacemos algo juntos?». En este planteamiento, el creador o director es más bien un incitador, alguien que espolea a quien está alrededor para generar, partiendo desde diferentes focos, un material creativo que en principio nadie sabe en qué acabará. Si bien, tal y como ocurría en el proceso vertical, cada artista también trabaja dentro de su especialidad, aquí la idea no tiene un dueño único, pues cada participante aporta una parte de lo que será la creación definitiva. En otras palabras: nadie trabaja hacia una idea concreta que es de otro; más bien al contrario: se trabaja para ir al encuentro de una idea desconocida en un principio, que paulatinamente se irá concretando y que, en su consecución final, tendrá la firma de todos.
En esta forma de creación la libertad creativa de cada artista tiene más vuelo y, en busca de congeniar las ideas de unos con las de otros, se está obligado a trabajar con flexibilidad, con espíritu colaborador, dejando de lado empecinamientos y caprichos creativos. En su mejor versión las conexiones entre los diferentes apartados son diáfanas y fluidas, lo que permite crear sinergias entre los diferentes artistas, haciendo del proceso un continuo hervir de ideas que se cuecen al calor del mismo fuego. Ahora bien, bajo un prisma empresarial este tipo de procesos puede parecer un sin sentido. No es, desde luego, la manera de trabajar más eficaz y productiva. Requiere de mayor tiempo y esfuerzo, algo que no siempre puede ser recompensado materialmente.
Por mi parte, admiro a los creadores que son capaces de trabajar de forma vertical, aquellos que nacen con una lámpara mágica, que en cuanto la frotan se les aparece una gran idea, y que posteriormente son capaces de encontrar todos los medios para hacerla tangible. De su imaginario surgen espectáculos inolvidables. Sin embargo, yo siempre me he sentido más cerca del segundo proceder, aquel donde la creación emerge de una red que asocia diferentes perspectivas creativas.
Hace no mucho tiempo escuché un bello ejemplo que puede servir para describir esta manera de crear horizontal o en red. Fue en una conferencia del director y pedagogo teatral de origen maltés, John Schranz. En ella Schranz expuso un experimento que había realizado con unas pinturas de acuarela. Había colocado sobre un papel varios colores en ligero contacto, uno al lado del otro. Posteriormente los había dejado reposar una noche entera y, a la mañana siguiente, analizó el resultado. Al observarlo con lentes de aumento, se dio cuenta de que, durante el periodo de reposo, los colores se habían mezclado sinuosamente entre ellos, creando unos dibujos de una expresividad preciosa. Eran pequeños cuadros abstractos, donde los colores a veces se mezclaban para crear otros colores, otras veces generaban unas curvas que invadían otros colores o simplemente permanecían sin alterarse. Al acabar su disertación, Schranz se preguntaba: ¿De quién es el cuadro? ¿Es mío, pues he dispuesto los colores para que se mezclen? Pero… ¿Y la mezcla? ¿A quién pertenece esa mezcla que secretamente se ha dado durante la noche y que ha convertido un sencillo acto en un cuadro admirable?
En teatro se puede actuar de una manera similar: consiste en mirar alrededor y comenzar a trabajar sin prejuicios con aquellas personas afines; dejar el tiempo suficiente para que sus impulsos artísticos se mezclen y se enriquezcan mutuamente; y permitir que del encuentro surja un teatro consustancial a las circunstancias en las que se ha trabajado. Tras lo cual uno puede preguntarse: ¿A quién pertenece la creación? ¿Al director? ¿A los actores? ¿Al azar? ¿O tal vez al espectador? Y nadie sabrá responder. Me apasiona esa forma de teatro que es capaz de generar tal misterio.