La tortura del arte
No es para nada extraño escuchar a personas que tienen una determinada expectativa con el arte y con las experiencias que éste se supone debe crearles, quejarse de determinadas obras o ‘propuestas’ como verdaderas torturas psíquicas. ‘Torturas psicotécnicas’ al decir de Zizek. Paul Virilio en su pequeño ensayo «El procedimiento silencio» califica de impiadosas a la relación que promueven con el público aquellas obras que encarnan la lógica experimental de la modernidad. Cualquier desfasaje del cuadro perceptivo establecido puede llevar a que los designios vanguardistas de un Stockhausen, que suena con pretendida espontaneidad en el living de una casa cualquiera, ponga a chillar de encono a los que hasta ese momento no eran más que una pacífica familia que lo habitaba.
El súmun literal de este atentado parece provenir de las nuevas formas artísticas, pero es fácil comprobar que cualquier orquesta típica de Bali o Java, por citar un posible ejemplo, imponen parecidas reacciones en oyentes occidentales. Con lo que los niveles de redundancia y hábito ya determinados en cualquier público, evidencian los prejuicios que se reservan para asimilar lo distinto o extraño. Hilando fino, hasta un músico popular que no se aviene a prodigar en un concierto, aquellos ‘éxitos’ que lo distinguen, no hace sino poner a sus fieles a soportar como un martirio su repertorio desacostumbrado.
Pero una implementación sin ambages de la capacidad martirizante del arte de vanguardia, fue la del anarquista Alphonse Laurencic durante la Guerra Civil española. Fue un historiador de arte español, quien se apercibió que algunas celdas utilizadas por los republicanos en dicha contienda, incorporaban a la materialidad de los calabozos, principios de la pintura contemporánea destinados a torturar a los prisioneros encerrados en ellas. Cualquier denostador de la preceptiva vanguardista no podría tener más a la mano los argumentos para justificar sus pullas.
El historiador de marras, José Milicua, revela que conoció de estos hechos a partir de dar con los papeles del juicio que la justicia franquista celebrara en contra del citado anarquista. En el mismo, , BLaurencic reveló que para diseñar las celdas, tomó su inspiración de artistas de la época como el surrealista Salvador Dalí y el pintor de la escuela Bauhaus, Wassily Kandinsky. «En estas denominadas «celdas de tortura», las camas se inclinaban en un ángulo de 20 grados, para que a los presos les resultase prácticamente imposible dormir. El diseño del pavimento era irregular para impedir que los reclusos caminasen con facilidad por la celda. Las paredes estaban cubiertas de diseños surrealistas que les hacían sentirse confundidos y angustiados». La misma desestructuración que los artistas hicieron con sus públicos, operaba en la visión arquitectónica de Laurencic, con lo que tal conmoción a ciertas convicciones personales, alcanzan para poner a clamar a cualquier receptor moderno, por tranquilizadoras seguridades ante tales atentados. Estos diseños se completaban con una iluminación acorde que contribuía a crear un ambiente más asfixiante, y con capas externas de alquitrán se hacía que la temperatura fuera más sofocante para el preso. Si la tortura no tiene bandos, podría deducirse de esto, el afán de alguna pretendida sofisticación. Con lo que no faltarán los extremos que atestiguen que hasta se puede matar con ‘glamour’.
Por si fuera poco, los prisioneros debían soportar «Un perro andaluz», de Buñuel y Dalí, sobretodo la escena del cuchillo seccionando un ojo. Ironías veredes, pero por las dudas, la humanidad infantiloide, reacia a tomar la sopa, sabe que más tarde más temprano, tendrá que vérselas con los artistas experimentales.