La zanahoria y el hocico
Quienes somos hijos del cemento lo desconocemos, pero cuentan que para estimular el andar de un burro hay que ponerle una sabrosa zanahoria delante de su hocico. El animal, tratando de alcanzar la delicatessen que cuelga del palo y conseguir así aplacar el aullido de sus papilas gustativas, avanzará hacia la hortaliza, que misteriosamente para él a cada paso seguirá igual de lejos.
En cuestión de motivaciones los humanos no somos muy diferentes de los animales, ni siquiera de los burros. Es más, si nos lo proponemos podemos ser más burros que los mismos burros. Cada acto nuestro, para que surja de la pasión, el instinto y el afán de superación, necesita de una motivación específica lo suficientemente atractiva que lo alimente, de una zanahoria particularmente suculenta que pueda espolearnos. De lo contrario la tendencia, tan natural como dañina, es dar vueltas a la misma rueda del aburrimiento y la apatía.
La relación con las motivaciones es más compleja de lo que parece. Bien sabemos, como los burros, que si la zanahoria es inalcanzable, si es la imagen de una utopía que sólo podemos admirar, el viaje no merecerá la pena. Igual resultado obtendremos si, en cambio, logramos zamparnos el manjar en el primer paso. Saciado el deseo, la marcha sin meta pierde el sentido. Saber gestionar la distancia entre las motivaciones que nos atraen y las propias capacidades no siempre es fácil. Y sin embargo, es algo fundamental si se quiere desarrollar una carrera o un proyecto, sea individual o colectivo.
Equilibrar la motivación con las habilidades emergentes de las personas es una tarea especialmente delicada en la pedagogía, particularmente en la pedagogía del arte. Quien enseña debe encontrar en quien aprende aquello que movilizará su entusiasmo y capacidad de resistencia, sabiendo que, si bien hay estímulos universales por los que todo el mundo suspira, el secreto está en que cada alumno encuentre su secreta e intransferible razón para avanzar por sí mismo. Un maestro verdadero sabe encontrar la zanahoria idónea para cada hocico. Y no sólo eso. También encuentra la manera de regular la distancia entre los objetivos y lo que el alumno es capaz de hacer. Un maestro es quien te pone la zanahoria cada vez más lejos haciéndote creer que es alcanzable, obligando a que en el intento multipliques los esfuerzos y exprimas las destrezas, y sólo te dejará que le hinques el diente cuando en el camino hayas llegado al punto más lejano posible. Poco después te seducirá con una zanahoria más apetitosa que la anterior. Dicen que el camino se hace al andar, pero aquí el camino se hace olfateando.
Este seguimiento estrecho y personalizado de quien aprende, al menos en el arte, sólo puede darse de forma completa en la relación humana y directa entre maestro y alumno. Lamentablemente el sistema educativo que heredamos nos maleduca en este sentido: la enseñanza más que flexible e individualizada, es hermética y selectiva. Las instituciones pedagógicas, como resultado de un exceso de demanda y una escasez de recursos, plantean la materia a estudio no como una motivación o un estímulo, sino más bien como una aduana que dejará en la cuneta a un buen número de alumnos, a veces de forma justificada y otras de forma arbitraria. Así, por el camino se pierden personas que ya estaban perdidas en un principio, pero también aquellos talentos inusuales que se salen del molde general. Y son precisamente estos últimos quienes frecuentemente habrán de renovar las disciplinas artísticas. Otro efecto colateral habitual en este tipo de estructuras es que los alumnos más dotados que van pasando los filtros, con el tiempo caen en la inercia, la rutina embota sus instintos contentándose con cumplir el expediente y acaban con sus potencialidades a medio desarrollar.
Por eso frente a propuestas educativas grandilocuentes anunciadas a bombo y platillo (que nadie pone en duda que son imprescindibles), se hacen igualmente necesarios proyectos más íntimos y humildes que surgen en la periferia, aquellos que promueven, desde la profesionalidad, el rigor y la ilusión, pequeñas escuelas de teatro, compañías con vocación formativa o profesionales con inquietudes especiales. Es allí, más que en cualquier jungla académica, donde mejor se cuida el vínculo maestro-alumno y donde, en consecuencia, puede surgir el hechizo de un verdadero aprendizaje.