Incendiaria en combustión

Laberinto y ceguera

Lo más duro de salir a buscar es regresar con las manos vacías. A veces, las manos están repletas pero no conseguimos ver lo que hay en ellas. Y de repente, de entre las manos surge un texto, aunque no sean las manos las que escriban.

Cuentan que en un país lejano y en un tiempo lejano vivía un hombre que ordenó transformar su majestuoso jardín en un laberinto majestuoso. Muchas personas, atraídas por el desafío de aquella construcción increíble, se adentraban en ella sin encontrar la salida. Corría el rumor de que quien entraba jamás salía hasta que una desconocida logró regresar después de pasar más de una década en el interior de aquel jardín de infinitos pasadizos. Una vez fuera, la mujer alabó el reto y la experiencia vivida, así como la belleza de aquel gran jardín de senderos que se bifurcan y de vías sin sentido. Tal fue su impresión, que no pudo evitar la tentación de invitar a su anfitrión a conocer el laberinto por el que ella había transitado desde su infancia. Y el hombre aceptó.

Tras aceptar el convite, ambos emprendieron un largo viaje en el que dejaron atrás el mar y las montañas hasta llegar a un lugar en el que aquella desconocida pidió al hombre que se vendase los ojos para acceder al corazón del nuevo laberinto. Una vez en él, en medio de aquel corazón silencioso, la mujer indicó: «Yo me iré ahora y deberás esperar a que el día ilumine para iniciar tu recorrido». Él así lo aceptó y, bajo la noche estrellada, se durmió esperando el siguiente día. Al despertar lo vio por primera vez: la inmensa nada lo cercaba. A su alrededor se extendía un enorme desierto, con un horizonte homogéneo, con todas las direcciones para elegir, sin sendas que poder descartar. Su laberinto comenzaba al borde de sus pies y no lograba distinguir dónde empezaba él y dónde terminaba el desierto, ya que entendió que aquel lugar lo había acompañado desde siempre.

Permaneció parado durante varias horas hasta que decidió tomar una línea recta. Tomó una línea recta que seguir sin desistir hasta desistir. Y cuando decidió desistir, volvió a tomar otra línea recta que seguir sin desistir hasta desistir. Y cuando decidió desistir una vez más –después de haber renunciado muchas otras veces- decidió tomar una única regla: avanzar siempre y no retroceder jamás. Pero acabó por retroceder porque aunque llegase al mismo punto de partida, el punto de partida nunca volvería a ser el mismo.

Y fue en aquel punto de partida al que llegó por segunda vez en medio de su desierto donde encontró a aquella mujer y a aquel hombre. Eran dos héroes inconscientes de su condición heroica, con la misma heroicidad que él llevaba por dentro y que ninguno de los tres había pensado nunca proclamar. Ella era ciega; el otro, invisible y él que, de tan desorientado, ya no entendía nada. Decidieron avanzar de espaldas.

Viendo lo que avanzan a cada paso en lugar de lo que les queda por delante, con su caminar los tres construyen un texto que no se escribe con las manos sino con el cuerpo. A veces, cuando se detienen, en medio del espejismo –que nunca es un oasis sino más desierto- abren las manos y se preguntan que hay en ellas. La respuesta es siempre la misma: están llenas de decisiones.

Y así, ha comenzado una escena.


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