Las andanzas del actor insoportable
el actor que no fluye
La esticomitía es una figura retórica que permite que el concepto, lo que se quiere decir, quepa justo en el verso. Es decir, la unidad sintáctica coincide con la métrica. Se lo podría imaginar como un recurso ideal para canalizar autoritarismo. El poeta suele usarlo para hacer sentenciosos, trepidantes sus asertos, sus proclamas, sus ideas. Con esticomitía los versos pueden llegar a parecer martillazos, percutando secos y vehementes. Este mecanismo que puede ser propio de la poesía y el teatro en verso, no es sin embargo obviado en los diálogos en prosa, donde no faltan situaciones en la que el personaje agota su concepto por oración. La esticomitía en el diálogo produce bolas cerradas que los personajes se tiran por la cabeza, por donde los sentidos nuevos o probables, no fluyen porque se postulan como recipientes saturados de sentido. Algunos pensarán: Ideal para fanáticos, dogmáticos y fundamentalistas ¿no?
Pero, si se me permite, quisiera hacer una asociación. Cuando una tierra tiene buena absorción del agua, porque además la necesita, se produce una percolación. En una tierra saturada de agua, que no absorbe más, se produce una escorrentía, que es cuando el agua empieza a circular pero sin penetrar. Estoy convencido que en el diálogo es igual. La persona que se satura de su propia intención, no absorbe más, por lo cual el fluído de sentido de los demás, pasan por ella, pero sin ser succionados. Hay una escorrentía social donde no es difícil que los sentidos empiecen a circular, a fluir zozobrantes, a volar solos, locos, sueltos, sin dueños que los anclen a una praxis. Las palabras, aún con prestigio discursivo, van desamarradas de sus referentes humanos. La palabra se deshumaniza o es des-almada. El diálogo sino es por percolación no porta nada. La autosuficiencia, el autoabastecimiento de sentido produce la dureza de la esticomitía en el diálogo, una megalomanía que hace creer que uno solo puede construir el sentido de un mundo. No dialogar mata la audición, problema capital del diálogo actoral. Dialogar escuchando, dejándose penetrar en una bella estimulación, por la voluntad que tiene el decir del Otro. La esticomitía en el diálogo tiene graduaciones porque uno debería llegar a ella sólo en el momento en que ha absorbido al otro. Es voluntad de alimentarme de lo que yo carezco. Hay que estar en estado ‘esponja’ para esto. La esticomitía es un recurso para figurar a dos personajes que sostienen un diálogo duro y también obtuso. Es un falso intercambio de yoes absolutos. En Borges, que era poco afecto a ella, esta idea se morigera y leuda en la templanza, por lo que, para completarse necesita más de una línea, más de un verso. Es natural que haya versos que se ‘encabalgan’ al que sigue, como si tendieran la mano. El diálogo teatral es un poco el arte de inocularle burbujas a una materia sólida y compacta, como gruyerizar el queso. El actor hace hablar al personaje desde la calavera, desde la ausencia de rostro así como lo rico del Gruyere se produce porque tiene agujeros, es decir un queso que equilibra su exceso de gusto, con su propia ausencia.
actor a la deriva
“Puñal tras puñal, cigarrillo a cigarrillo”, dice una canción popular. Ambas imágenes apuntan a un dar en el blanco sobre el arma que previamente ha dado en el blanco. En ambas hay una proeza que se liga con la muerte que da en el blanco. Una, viril, de la que dan cuenta innumerables tradiciones, la otra, aunque parezca solapado de mi parte, tal vez más asociable a un vicio placentero. La acción que un condenado siente en la celda, bien puede ser la proeza de ese condenado a dar lo único de sí en la escena, el actor. La acción que noche a noche (puñal tras puñal) se activa y renueva, acción tras acción, noche a noche de teatro, hace que la repetición (cigarrillo a cigarrillo) se transforme en un modelo, una dinámica, un sistema. Que la re-encarnación que se repite, vida a vida, se renueve noche a noche, tarde a tarde, mañana a mañana, en un alborozo de vida, sólo el teatro puede brindarlo. El actor es un vendimiador de renaceres, un cosechero de re-encarnaciones, un labriego de los plenilunios del arte en el claroscuro de la escena. Cada actor que comienza una obra va hacia un fin presunto. La presunción es el medio, el pretexto, el barco ebrio hacia el arte. Marlon Brando va como ignorando el objetivo. Miente, disimula, desvía la mirada, pero deja el cuerpo como haciéndose el otro (la técnica de ‘hacerse el oso’ como quien dice). La búsqueda en escena explicita el objetivo y neutraliza el ‘estar’, tan notorio en el actor de ‘Nido de Ratas’. A diferencia, el actor que busca en escena, deponiendo su estar, sin pruebas, sólo con un fingimiento, una simulación que la crisis de la convención vacía de contenido, priva a todos quienes lo siguen, de certificar el peso específico por el que expresa dicho ‘estar’. Esa envergadura escénica es el tamaño de su presencia. Esto hace a Brando en un actor de la era, no del buscar, sino del encontrar (Picasso). Este actor hace luminosas las llegadas e ilustra lo oscuro que han sido las partidas. El actor que llega acrecienta la distancia con aquel que no sabía, con su desconocer. Por esto y mucho más, la experiencia del actor es maravillosa. Se despide cuando parte, dice ‘merde’ porque otros lo dicen y no sabe si llegará a puerto o lo tragará el ‘maelstrom’ de la escena. Cuando llega no sabe si el verdadero es el que ha llegado o el que ha partido, a punto que, acabada la función, el buen actor que ha dado todo, no sabe si es él o no, o aún siéndolo no sabe si aún por serlo ha perdido pese a todo, por efecto de la representación, algo preciado como el sentido de la realidad. Atroz. Magia y exceso. Pese a la ovación, dice: “¿estuve bien?… eres el director, has de decirme algo”. Se ponen mimosos e insoportables. Se olvidan de sí y piden lo que nadie puede decirles. Hacen preguntas incontestables. Esta situación le indica al buen actor, que mañana deberá afrontar un camino distinto, porque quizá el que ha elegido hoy, fue el equivocado. Que magna incertidumbre. Y hay que retomar la experiencia, incluyendo la de aguantar a estos insufribles de nuevo. Pero lo cierto es que envidiamos y amamos a estos bichos deleznables e imposibles, los actores. No hay duda que hay grandes actores que buscan y grandes que encuentran. El estar a la deriva, perdido, hace al actor que asume el riesgo. Brando es cartógrafo de lo invisible, portador de una brújula, de una rosa de los vientos escénica. Así no será difícil escucharles decir: “Morir tras morir que al final he dado en el blanco, a puro repetir. La orbitalidad sobre lo mismo despierta la esperanza de lo distinto. Cuando la esperanza decae, surge la evidencia de un mal signo. Y sin embargo, mañana será otra función… la mejor, qué duda cabe.”