Las danzas nocturnas de Christian Rizzo
Comenzamos la nueva temporada teatral con danza, el viernes 15 de septiembre de 2017, con la energética reentré que nos propone Tiago Guedes desde el Teatro Municipal do Porto (TMP), en el escenario del Rivoli.
Le syndrome Ian de Christian Rizzo, una producción de ICI – Centre Chorégraphique National Montpellier – Occitanie. Con una amplia participación como coproductores de: Opéra de Lille, Festival Montpellier Danse 2016, Théâtre de la Ville de Paris, National Taichung Theater de Taiwan, Biennale de la danse de Lyon 2016, Centre de Développement Chorégraphique Toulouse/Midi-Pyrénées, Le lieu unique – Nantes, TU – Nantes, La Bâtie – Festival de Genève (Suíza).
Le syndrome Ian, bailado por Miguel García Llorens, Pep Garrigues, Julie Guibert, Hanna Hedman, Filipe Lourenço, Maya Masse, Antoine Roux-Briffaud y Vania Vaneau, suscita una experiencia inmersiva, que nos conecta con las danzas nocturnas y el espíritu “clubbing”. La danza como un magma incandescente que se abre paso por entre la grisura.
Una coreografía que pone en jaque la danza de autor frente a la danza anónima en un club nocturno.
¿Cómo se conjugan esos dos tipos de danza? Desde una complementariedad necesaria. Christian Rizzo lo compara con las historias propias de una persona, que se complementan con historias provenientes de la literatura y con otras historias que se pueden escuchar en la calle o en un bar, y que van construyendo nuestro propio imaginario. Nuestra historia personal se nutre y se complementa con informaciones de otras historias. Así puede acontecer con una poética coreográfica de autor y con las danzas anónimas que se dan, por ejemplo, en un club nocturno.
También es interesante experimentar cómo la danza puede nacer por migración de contextos diferentes que emergen en el movimiento.
Christian Rizzo, entre sus referentes, señala los años 70, cuando cohabitaba, en algunos clubs, gente que bailaba música disco y gente que bailaba postpunk y “new age”. Dos formas de direccionalidad física totalmente diferente. Una de carácter más eléctrico, abstracto y cerrado, bastante duro y marcial, y la otra centrada en la espiral, la atracción del otro. Le syndrome Ian nos presenta una integración de ambas fisicalidades.
En escena, un grupo se mueve, en un punto fijo del espacio, abrazados en una proximidad íntima que diluye las subjetividades singulares.
La música electrónica genera una sensación rítmicamente expansiva que invita al movimiento.
Florece sobre el escenario el “Groove” y un contagio colectivo dibuja una danza magnética en la que se disuelven los sujetos.
En el grupo se amalgama la diversidad de movimientos de cada bailarina/bailarín, dentro de un conjunto magmático.
Por veces, surgen momentos de unísono entre dos, tres, cuatro, cinco… hasta la unicidad del mismo movimiento. Sincronía en las dinámicas y en las formas del movimiento, e incluso sincronía en la diferencia.
Parpadean, en diferentes intensidades, los neones fríos y los cuerpos de las bailarinas y los bailarines aparecen como siluetas en el contraluz.
Tres grandes molinos con aspas de neón en el fondo del escenario trazan líneas en el aire y escupen nubes de humo blanco desde el centro de su eje. El diseño de luz de Caty Olive actúa en combinatorias lumínicas que también configuran una musicalidad propia de la luz, coincidente o en contrapunto con la danza y también con la música de Pénélope Michel y Nicolas Devos (Cercueil/Puce Moment).
Los tres grandes molinos son, además de dispositivos lumínicos, dispositivos escénicos móviles, pues son movidos de su posición por las bailarinas y los bailarines.
La frialdad de las líneas blancas de neón se matiza con la luz cálida cenital que baña, en algunas secuencias, la escena.
La danza parece nacer del movimiento de los pies, en un punto fijo del espacio, y expandirse, en espiral o en vibración frenética, al resto del cuerpo.
Hay, como cuando bailamos en una discoteca, un predominio absoluto de la vertical que solo se rompe con la aparición de unas misteriosas figuras, casi totémicas, de inspiración escultórica o vegetal, que entran en escena progresivamente.
Se trata de una figura antropomórfica, sin rostro, recubierta de flecos oscuros, que comienza por situarse al margen de la pista de baile, y que observa a los danzantes desde la penumbra.
Esta figura aparece en algunas secuencias y desaparece en otras, hasta que comienza a multiplicarse y a poblar el escenario en el final de la pieza.
El grupo de seis figuras escultóricas, en las que la persona solo puede adivinarse en la forma antropomórfica de las mismas, hace del escenario un bosque o un campo de esculturas fijas, que se desplazan alternativamente, se paran, giran sobre sí mismas, se derrumban en el suelo y vuelven a incorporarse lentamente.
De entre ellas aparece una bailarina, que se despoja de la cobertura vegetal y se dirige hacia uno de los molinos de neón, que está en el lateral, para bailar sola ante esa otra figura radial de enormes dimensiones.
Mientras, el resto de figuras antropomórficas, derrumbadas, giran por el suelo, en la penumbra, para acabar amontonadas en una masa informe. Le syndrome Ian remata ahí, con esa bailarina sola, moviéndose frenética, vestida con ropa de calle, delante del dispositivo escénico radial, de espaldas al público.
La síntesis coreográfica de la estética de Christian Rizzo prescinde de expresiones de alegría o de signos festivos y se centra en una contención y una especie de asepsia. No hay una sensualidad ni un erotismo ostensibles, sino un perpetuo movimiento en el que hace eco esa danza epiléptica de Ian Curtis, la atmósfera postpunk y “cold wave”.
La vibración común y la contemplación de la escena, sin embargo, hace que se despierten recuerdos de noches de discoteca en las que bailábamos hasta más allá del amanecer. Una danza que lo borra todo y que extraña e intensifica su atracción.