Las fronteras del dolor
El cuerpo como objeto es una situación a la que la cultura humana ha ido arribando y en la que pueden justificarse desde políticas de exterminio, de discriminación, de sacrificio, de prescindibilidad, de las más locas eugenesias. El dolor es uno de los temas por excelencia en la historia de la cultura. Las analgesias o el estoicismo ante el dolor, son actitudes que ponderan de manera disímil el valor de la vida. El cuerpo afronta los más extremos dilemas que su fragilidad o finitud pueden aportarle como significado. Las plantas depuradoras de una corporalidad ideal, se expresan no sólo en la eugenesia purista de los que soñaban con la raza superior, sino en el peligrosísimo extremo devenido de un filósofo influyente como Peter Singer, cuando aporta para la legitimación del abstrusísimo concepto de ‘aborto post-parto’, por el cual un recién nacido puede equipararse a un feto pasible de aborto, en el súmun de la de-sublimación del cuerpo como escenario, y desde donde el grito y el clamor, han expresado a través de los milenios, el auge celular capaz de producir la sensación y el sentimiento de lo vivo. Sin incorporar a la consideración, que el dar la administración de quién ha de vivir y quién no, por las crisis o el problema que sea, expresa el más temerario peligro que la humanidad toda podría afrontar, a medir con que el propio ser humano, armado de semejante poder, se ha cansado de dar motivos que demuestran su incapacidad y destemplanza para curar las enfermedades que lo aquejan como especie. Basta ver las escrituras sagradas o la propia historia, tanto fuera que el designio haya sido acogido en el nombre de Dios, o motu propio. Las analgesias que enmascaran, como piadosos placebos o como efectivos agentes químicos, operando en el espíritu o en la carne, ponen a consideración que el dolor sacrificial que se manifiesta en la disciplina ascética o heroica, dan al cuerpo un rango sacro que atesora el valor vida como fuente intransferible capaz de ilustrar al género humano, sobre el sentido de habitar el lugar en que se vive. El derrotero de un Artaud o el de Cieslak-Grotowski, pueden ser los paradigmas últimos en donde el sentido del cuerpo de la contemporaneidad, se ha consumido en el propio fuego de su búsqueda.
Si el planeta ha de ser viable según la cantidad de personas que lo habitan, no hacen falta penetraciones pitagóricas para concluir que no sólo se ha excedido largamente tal número posible, sino que inmediatamente salta como sesgo de una nueva paranoia posmoderna, el que han de ser hombres imbuidos de enorme poder, los que se auto-adjudicarán el poder de bajar las palancas que equilibren la oferta y demanda de las acotadas reservas de materias primas del planeta.
La angustia supervivencial no es sino el síntoma de un drama de desequilibrio alimentario mundial. No importa cuanto se produzca ni cuanto se distribuya, que bajo estas condiciones, no alcanzará.
La carencia ética, la imposibilidad de una integridad moral, respaldada por una conciencia íntegra, constituye la falta del hombre actual, y por ende su dolor. Asumir la proliferación hiperbólica, que la guerra de los mundos por las materias primas, integra esa matemática, donde la madre tierra ha devenido el lecho de Procusto a la que cualquier proyecto de la humanidad se ha de avenir a calzar, bajo pena de colapso.
El drama humano, hoy por hoy, trasunta los enormes desafíos decisionales del hombre no sólo frente a su capacidad de vivir sino a sus condiciones para hacer vivible aquello que su propia imprevisión le ha procurado como problema.
El dolor ya no será la forma de participar del sufrimiento del Cristo en la cruz sino el dato develador de una nueva lucidez post-cosmogónica, en la que una nueva matemática espiritual, revelará el error de sus pasados engreimientos.