Y no es coña

Las tentaciones del adviento

Cuentan las voces desafinadas que la ciudadanía anda con muchas bolsas repletas de objetos, vestuarios, regalos que nadie ha pedido ni necesita. Es un peregrinar por calles engalanadas buscando en tiendas abarrotadas, aquello que nos masifique cruzándose con cientos de seres que llevan en su mirada la misma carga de responsabilidad sobrevenida por convocatoria aleatoria colectiva que percibimos como personal. Esas luces que marcan senderos, alegorías que nos incitan a la alienación más nostálgica y en la que debe sobrevivir la actividad cultural en vivo y en directo asaetada por el ruido incesante de los pasos ligeros de caminantes de acero al ritmo de villancicos de pitarra y sin posibilidad de ir en contra de la dirección de la mayoría.

Se amontonan ofertas para el entretenimiento, se recurre a las llamadas al teatro familiar no como senda de conocimiento, sino como parque temático, jardín de infancia, patio de recreo. Los musicales pueden convertirse en un regalo a pie de árbol, los micro-teatros un recurso para los amigos invisibles. En las fechas señaladas siguen abiertos los teatros esperando a parejas con criterio, visitantes culturales, solitarias con opciones. Quienes hemos trabajado en los escenarios estas fechas de guardar de las fiestas de adviento podemos explicar unas sensaciones que exceden a la mera función profesional, es cuando esa sala de teatro adquiere muchas más significaciones. Con la excepción de la nochebuena y por cuestiones de tradición religiosa con la misa del gallo, todos los demás días siguen abriendo los teatros. Y en la noche vieja se acomoda el horario si es preciso para las uvas y el fin de fiesta. Eso era. Eso es. Eso es una manera de entender la función del teatro.

Estas posibilidades de entrar en un año nuevo viendo una obra de teatro es una posibilidad urbana. Porque como tantas otras cosas, el teatro se ha convertido en un arte urbano, donde se refleja mayoritariamente la vida de las personas que viven en ciudades, que tienen ambiciones incardinadas con esa visión urbana del tiempo, el progreso, la economía y, sobre todo, el arte, los museos, los teatros de ópera, las grandes bibliotecas. Una temática donde las vicisitudes de la vida rural no forman parte de la inmensa mayoría de las propuestas, porque, además, en términos sociológicos no sabemos dónde empieza ese amplio campo, esas llanuras, esos bosques. 

La tecnología, las redes sociales, todo ese abanico de nuevas formas de comunicarse no deben influir en el propio concepto cultural. Si es posible leer un amplio número de obras literarias desde nuestros aparatos electrónicos, si el concepto de las narraciones audiovisuales ya han superado todas las cotas del tamaño de la pantalla donde se visualizan, si es posible hacer una visita virtual a las mejores pinacotecas del mundo, si está casi la totalidad del repertorio musical universal a un click, nos queda todavía como única conexión entre seres humanos, las artes escénicas que deben ser en vivo, en directo, en un espacio compartido a la misma hora. Y el hecho teatral tiene la misma consistencia esencial si se produce en un gran coliseo, que, en una sala reducida, ya sea en una capital de demografía millonaria, como en una localidad de apenas decenas de habitantes. 

Seguiremos recurriendo a repertorios bucólicos, a actos sacramentales, a pastorales, pero la actividad teatral se desarrolla desde perspectivas urbanas, porque es en las ciudades donde suceden los acontecimientos de esta vida actual tan escorada hacia los rituales sin apenas otro contenido que lo mercantil. ¿Acaso en la televisión que es la gran suministradora de historias de ficción se tratan los temas rurales? Solamente como inmersión tradicionalista en forma de reportajes de incitación turística o gastronómica.  


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