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Dicen que en Quito, cerca de donde está el centro geográfico del mundo, la gravedad hace que pesemos menos. Me contagio de esa liviandad, me siento ligero de revelaciones e intento aprehender las sensaciones de estos día quiteños para aprender algo sobre nuestra propia evidencia de invitados a la I Fiesta Escénica en Quito, que llega con la voluntad de incorporarse a los circuitos de festivales referenciales y que retoma experiencias festivaleras anteriores abortadas, entrando en una nueva fase histórica, pese a haber llegado a esta cita con ciertos roces con la comunidad teatral quiteña. No soy capaz de hacer un análisis de situación profundo. Me faltan datos. Pero el clima político general no debe ser ajeno.
Los invitados especiales de estos festivales que, en teoría, ni vamos a vender ni a comprar nada, debemos abrir los ojos muy bien para en una semana, con las circunstancias programáticas que sean, hacer una instantánea de la situación teatral. Hemos visto obras, fragmentos de otras en sesiones de show cases, hemos participado en tres conversatorios, hemos tenido alguna charla extra con artífices de la realidad teatral ecuatoriana, no solamente quiteña. Habíamos estado aquí hace unos cuantos años, y desde luego, se ha crecido. Hay más actividad, mejor formación. Pero si algo puede afirmar este cronista es que allá donde va, sea en países europeos o americanos, de los más desarrollados a los menos, todas las comunidades teatrales sienten que no son bien tratadas por las autoridades, por los gobiernos.
Y la conclusión experimental es que si se comparasen con datos, si se utilizasen mediciones estadísticas, porcentajes de inversión según presupuesto, se llevarían algunas sorpresas. Y lo que es innegable es que todo es mejorable, que se parte de lugares de inversión institucional muy bajos y que los incrementos porcentuales no acaban de llegar a rangos de acción cultural relevante, aunque se vaya elevando esa participación. Por lo tanto mis opiniones globales sobre el teatro ecuatoriano, no tiene consistencia por lo que me las reservo. Voy a señalar dos asuntos que sí he podido vivir y que me parecen resaltables.
En primer lugar la versión de Un enemigo del pueblo de Ibsen, presentada en el Teatro Nacional Sucre, en un coproducción de la propia institución y con dirección de Christoph Baukmann. No voy a hablar de algunas deficiencias en la puesta en escena, en las actuaciones, sino que lo que nos atrapó fue la versión y el acto final en donde se produjo una auténtica asamblea, una suerte de votación popular, en donde estaba claro que las personas del público que intervinieron, lo hacían expresando una clara postura política. Tanto me sorprendió esa unanimidad que consideré que eran actores camuflados. Y no, eran auténticos espectadores que solicitaban el micrófono y hablaban en libertad.
Me parece una opción magnífica. Una participación real, una toma de postura de esas personas, un acto de ciudadanía comprometida, con aplausos y pocas (o ninguna) protestas ante ese claro posicionamiento. Y que se está haciendo, es decir que existe libertad de expresión, pese a que se critica en la obra precisamente eso, la falta de libertad de expresión, las connivencias del periodismo y el poder y otros muchos matices sobre al corrupción y la ética. Esta adaptación llevada a cabo por Roberto Aguilar, un periodista crítico con el gobierno de Correa, tiene esa virtualidad, colocar un texto de finales del siglo diecinueve del norte de Europa, casi en el ártico, como una valor importante de reflejo del momento histórico en los albores del siglo veintiuno en el centro del mundo. En este sentido, lo considero ejemplar.
Lo segundo que quisiera señalar es que no se pueden forzar los procesos. Hemos visto espectáculos solventes, incluso, «Caída», que consideramos muy logrado, otros incipientes, alguno que no tiene consistencia todavía para ser mostrados ante programadores internacionales sin poder tener un efecto contrario y crear frustraciones. Mantengo que las obras deben nacer en el seno de su sociedad, crecer ahí, tener el respaldo de unos públicos propios para poder después moverse en otras coordinadas geográficas. No se pueden crear productos para las giras internacionales de la nada, la internacionalización no puede ser el único objetivo de instituciones y festivales. Todo debe tener una especie de dramaturgia institucional, colectiva, para que se pueda entender lo que se hace y porqué se hace. Se debe reforzar la formación en todos lo niveles, la relación con la ciudadanía, con los públicos, saber cada grupo, creador, compañía o institución la labor que le corresponde, y después de mucho intercambio de ideas y de conocer sin tapujos los intereses de cada cual, crear un marco de entendimiento con acciones específicas planificadas para ir avanzando.
Ecuador está en un momento en donde lo importante es que todas las partes hablen, sin angustias, sin reproches, a favor del Teatro y su relación con la sociedad. Así crecerá mejor, de manera sostenible, con programas que vayan a la consolidación, superando la tendencia de todos a salvar su pequeño y legítimo proyecto, sino para que todos los actores actúen con generosidad, ayudando al Gran Proyecto de la Artes Escénicas, del que nadie se debe sentir excluido. Llevará años. Pero se debe dar el primer paso para poder dar el segundo. Y no se pueden saltar pasos sin el peligro de una caída.
Las consideraciones evocativas de los dos últimos párrafos, pueden aplicarse en casi todas las latitudes teatrales de la Tierra.