Les gusta el teatro a nuestros políticos?
Por Pablo Villamar*
Franco lo miraba de medio lado porque tenia la creencia, que era un fenómeno subversivo y así debe ser, en otro sentido, claro, y donde anidaban células comunistas. Le gustaba el cine, que veía en su palacio, y al teatro sólo fué alguna vez, y como acto oficial a escuchar una ópera. Del resto se ocupaba el Ministerio de Información y Turismo.
Llegó la transición y se levantó parte de la censura. Se permitió que las actrices salieran en cueros siempre que en los carteles se pusiera el anagrama «S», que nunca supe lo que quería decir, y todo aquello de si hería o no la sensibilidad del espectador. Y, por fin, se instauró la democracia, apenas florecida, de la mano de Adolfo Suarez, que tampoco le gustaba el teatro, pero eso sí, abrió el grifo de la libertad escénica, se suprimio la «S», entraron las salas X, y los teatros se llenaron de desnudos, viniese o no a cuento, sin distinción de sexos, como debe ser. Los empresarios reventaban de alegría al ver las salas repletas de un público ávido de ver la carne al natural, en verano y en invierno, en julio y en febrero, siempre en pelota picada, lo que originó algún que otro constipado de los intérpretes, estornudos en escena y hasta la siempre inoportuna gripe, pero después sobrevino otra terrible enfermedad, más difícil de curar, llamada cansancio, por aquello de que perdiz todos los días no hay quien lo aguante, y recurrieron a Buero Vallejo, pero fué en vano, porque ni nuestro más preclaro dramaturgo pudo resistirse al sarampión que tuvimos que pasar, porque el que no lo corre de soltero, tiene que hacerlo de mayor. Se nos subió el pavo. Muertos de vergüenza, pero, ¿progresó más el teatro con Adolfo Suarez? Supongo que no, pero al menos lo dejaba a su aire, nunca mejor dicho, y fundó el Ministerio de Cultura para protegerlo, junto con el fútbol. Abolida por completo la censura, pasada la fiebre del desnudo, la perplejidad en empresarios y autores se hizo patente. ¿Y ahora qué? ¿Adónde vamos a parar? Ah, sí, la política, ¡menuda veta! porque ahora se puede decir todo cuanto uno quiera, faltaría más. Pero ay que después de tantos años de represión, a nadie se les ocurría nada interesante, y las pocas obras que se hicieron al respecto, fracasaron, porque el público, no va a un teatro para que le hablen de política, sino para que le emocionen o le entretengan. Había, pues, que empezar de cero, como después de la Edad Media, y ante la incertidumbre del profesional, Compañías y empresarios de sala, no vieron otra solución que volver sus ojos a los poderes públicos y éstos, satisfechos y dándose la importancia debida, les tendieron una mano.
Y llegaron los socialistas. Felipe, al igual que Franco, se la traía al fresco todo eso del teatro. No tanto a su segundo y amigo Alfonso Guerra, que había hecho pinitos de actor, y él sí sabía que el teatro tenía que ser subversivo, y por eso se lo apropió. De aquella Administración, la gente del teatro ascendió, a cotas nunca imaginadas. Pero de qué me hablas, me decían los compañeros de fatigas. Tú presentas un proyecto, pides dos o tres millones por función, haces tres al año y ya está. ¿Y te los dan? Preguntaba con asombro. Hombre, eso depende… ¿De qué?… De la obra, del reparto, del criterio…, pero mira, un grupo de aficionados y en el pueblo más pequeño del país le han pagado medio millón por función. Todo es cuestión de hacer diez funciones al año en lugar de tres.
Se nos abrían los ojos como platos y nos relamíamos de gusto ante esta nueva Tiera de Jauja que acabábamos de descubrir. Pero no, que todo lo bueno dura poco y así el proyecto teatral, pasaba por un riguroso tamiz, que impedía que saliera el tuyo. Y pronto se vió que siempre se patrocinaba a los mismos y que las obras y los elencos eran seleccionados por los políticos de turno. Que se ejercía la censura del amiguismo, o la más maquiavélica, del control del autor, es decir que Felipe no iría al teatro, pero había implantado un sistema por medio del cual tenía las riendas de todos los teatros de España, que habían crecido como hongos y cada vez más suntuosos, sin preocuparse si estaban vacíos o llenos, pero sí sabiendo quienes lo solicitaban. Cuando se cayó en la cuenta del fraude, la profesión puso el grito en el cielo y aprovechando que habían nombrado a Madrid capital de la cultura europea los artistas hicieron una huelga general.
Cayó Felipe y entró Aznar. El teatro con tan dolorosas heridas se anquilosó. Todavía recuerdo la invitación que nos hizo, el señor Aznar, a todos los profesionales, en el Maite Comodore con el pretexto de presentar un libro de Eduardo Galán, hasta entonces desconocido, pero sin duda, buen amigo de un amigo suyo, y al que luego, ya en el Poder le instalaría de Subdirector General en el Ministerio de Cultura. Pero lo que más me impresionó de aquel acto fueron las palabras del propio Aznar que entre otras cosas dijo: «…ya ven ustedes, con todo lo que está cayendo, y nosotros, aquí, hablando de teatro». Es decir que, para el señor Aznar el teatro era como irse a los toros. Yo estaba enfrente de él, muy cerca, a sólo un paso, y estuve a punto de saltarme el cordón que le protegía, interrumpirlo y ante el enorme jubileo de cámaras, gritar, como en su tiempo Ortega: «No es eso, no es eso». El corazón me empezó a palpitar con tal fuerza que me impidió dar ese paso, como si me hubieran atornillado a la moqueta y algo debió de advertir el señor Aznar porque nunca jamás me volvió a invitar a nada.
Y pasaron los años, y el señor Galán echó mofletes, y tuvo que aflojarse dos o tres números el cinturón, por aquello de la curva de la felicidad, que también se da en otros políticos, y llegamos hasta ahora mismo, y vemos que el teatro sigue más o menos igual. Quizás con más transparencia, o quizás no, ¿con recortes para evitar abusos y gastos excesivos? No lo sé. En cambio se aupó al cine, donde se invierten miles y miles de millones tan sólo porque el señor Gallardón es aficionado al séptimo arte, que algo es algo. Pero en cambio saca a concurso ayudas para la creación teatral de 500.000 pts. publicados en el BOE. O patrocina la edición de los libros más baratos del mundo, para contentar a los autores que no estrenan. O les ofrece «lecturas dramatizadas» de sus obras. Y siguen los mismos de siempre llevándose la gran tajada.
El Gobierno central, las Comunidades Autonómicas, Diputaciones provinciales y Ayuntamientos de toda España, han seguido, y más ahora con el capitalismo de Estado, la herencia de sus antecesores, por aquello de que no todo habria de ser arrumbado y sustituído, (otra vez Ortega) que algo estaría bien hecho, y que se pueden privatizar muchas cosas, pero no el monopolio de los teatros, quizás porque piensen, como Franco, que en cada grupo teatral puede esconderse la subversión, lo cual sería una impertinencia, cuando España goza de magnífica salud, sobre todo en el extranjero, que el teatro cantara las cuatro verdades sociales, es por ello que mejor será encarrilarlo a través del Poder.
Por estas y otras razones, a la derecha y a la izquierda, por delante y sobre todo por atrás. lo que en sus tiempo fué una industria, con sus glorias y sus penas, con sus fastos y sus fracasos, con su oscuro prestigio y su dignidad, se ha convertido en tan mezquino mecenazgo del Gobierno, que es como decir, en las sobras del festín, en la limosna al pie de la iglesia, en la mendicidad del músico en los pasillos del metro, en fin, en la mierda de una O.N.G. institucionalizada.
Pablo Villamar es Dramaturgo, Director de escena y actor