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Lo frío y lo cruel de Angélica Liddell en la BoCA

Lo frío y lo cruel es el título del último proceso de creación de Angélica Liddell. Un “work in progress” realizado al amparo de la BoCA (Biennial of Contemporary Arts) de Portugal, que dirige John Romão. Fue presentado el 26 y el 27 de abril de 2019 en la Sala del Capítulo del Monasterio de Tibães, en Braga. Yo asistí el sábado 27 de abril.

 

Présentation de Sacher–Masoch. Le froid et le cruel (1967) es un texto de Gilles Deleuze, en el que hace un análisis del sadomasoquismo.

Igual que ha acontecido con su última pieza, The Scarlet Letter (2018), el título vuelve a ser una referencia literaria y, en este caso, filosófica, directa. De esta manera, Angélica apoya sus visiones escénicas en referencias cultas que, de alguna manera, ensanchan el horizonte no solo de expectativas, sino también de posibles lecturas de sus dramaturgias.

También, en ambos casos, ha arrancado estos dos últimos trabajos en Portugal, en el contexto de la BoCA, un espacio multidisciplinar sumamente abierto a la exploración y al riesgo.

En Lo frío y lo cruel la propia Angélica Liddell se sitúa en el centro de la performance como oficiante y como material carnal y escatológico, de fuertes connotaciones simbólicas, desbordando la figura de la hija, junto al actor mayor Camilo Sousa, que encarna la figura del padre anciano y dependiente. Es alrededor de este binomio del rol hija/padre que se articulan los desvíos y perversiones.

El rol, como es sabido, presupone un repertorio limitado de conductas en relación, estipuladas por la tradición y aseguradas por la educación y todas las estructuras culturales: las religiones y los mitos. Pensemos, por ejemplo, en el paradigmático mito de Edipo, en la obra homónima de Sófocles, en lo que se refiere a las conductas del rol paterno-filial y como Freud lo utilizó.

Acompañando esas dos figuras, a modo de arcanos mayores, aparecen tres arcanos menores: dos enfermeras, Liliana Mota y Renata Portas, y el atleta, Brice Sousa. Dos enfermeras con hábitos blancos que nos recuerdan a los de las monjas. Una de ellas, Liliana Mota, que acompaña los preparativos rituales de Angélica, lleva un hábito blanco con una cruz negra estampada en el pecho. Angélica lleva un vestido azul cielo, como el de una Virgen o una princesa de cuento, con unos botines dorados.

El enorme espacio rectangular de la Sala del Capítulo del Monasterio de Tibães, cubre los tablones del suelo con moqueta roja. En las paredes destaca una enorme serie de retratos vetustos de autoridades eclesiásticas y aristocráticas, reyes, papas y ministros de la Iglesia, además del amplio friso inferior rococó de azulejos, con escenas religiosas. Frente al portón noble de piedra labrada, con inscripción del 1700, se sitúa un retablo de madera policromada, con puertas a cada lado. Grandes ventanales se abren hacia el poniente.

Entramos por el gran pórtico y nos acomodamos en los bancos corridos, pegados a las paredes, también hay espectadoras y espectadores sentados en el suelo. El público rodea, casi en forma de U, el espacio de la performance.

Angélica entra por la puerta izquierda, vista desde el pórtico, que está al lado del altar y se dirige a una mesa metálica de enfermería sobre la que hay jarras de agua, probetas de laboratorio y diferentes recipientes de cristal. Debajo, en esa misma mesa, hay varios lotes de pañales para mayores. Abre una cajita de pastillas extrae unas y las diluye en un vaso de agua. Se pasea por la amplia moqueta roja observando todos los cuadros que llenan las paredes, mientras farfulla algo. Se saca unos de los botines dorados y camina coja, lanzando el botín y persiguiéndolo. Aparece entonces, evocada, la imagen de la niña, sin ninguna concesión, por supuesto, a una interpretación teatral mimética reproductiva. Angélica no reproduce, no interpreta a alguien, sino que actúa, está presente realizando aquellas actividades, tareas y acciones escénicas que componen una dramaturgia que resulta clara, contundente y, a la vez, perturbadora.

Entre esas actividades, con la colaboración de la monja-enfermera, preparará una silla de ruedas, poniéndole una protección en el asiento para heces y orines. Ella misma se sentará en la silla y la probará. Aquí genera un mecanismo de preparación dramatúrgico respecto a la entrada del padre anciano, que es transportado en una grúa eléctrica hospitalaria cambiapañales, empujada por otra enfermera ostensiblemente gorda.

El anciano viene suspendido en la faja de la grúa, desnudo, solo trae puesto un pañal. Angélica lo recibe sentada en la silla de ruedas y ambos hacen una especie de danza, empujados por las enfermeras. “Papá, mira los planetas”, le dice y abren los brazos y giran, él suspendido en la grúa y ella sentada en la silla de ruedas, mirando hacia la bóveda de casetones de madera policromada de la Sala del Capítulo.

Prácticamente, al margen de frases breves situacionales, el único texto que se utiliza es un fragmento de los Cursos de Estética de G. W. F. Hegel, sobre la belleza natural y la belleza del arte. Angélica se lo lee al padre desde la silla de ruedas, mientras contemplan a la enfermera gorda, semidesnuda, tumbada en pose, como una modelo de pintura, sobre la moqueta roja. Lo bello artístico es superior a lo bello natural, según nos lee Angélica, “Pues la belleza artística es la belleza generada por el espíritu y la superioridad de lo bello artístico sobre la belleza de la naturaleza es proporcional a la superioridad del espíritu y a sus producciones sobre la naturaleza y sus fenómenos.”

A partir de la entrada del padre, asistimos a la toma de las pastillas, que le suministra la hija, al cambio de pañales y a la instalación del padre en la silla de ruedas. Entonces se abre el espacio a lo onírico y al fetichismo que acaba de extrañar y desviar la relación que se establece entre las figuras. Los pasajes alcanzan un clímax sexual, sacrificial y escatológico que contesta, de alguna manera, las afirmaciones de Hegel sobre la belleza artística como fruto del espíritu.

La hija le hace señales al padre impedido para que se levante y ande. El anciano se levanta de la silla de ruedas, camina y se tumba boca arriba, en medio de la moqueta roja del suelo. La hija se quita las bragas, eleva el vestido y realiza el simulacro de sentarse encima del sexo del padre, cubierto por el pañal. El simulacro de follarse al padre y levantarse cagada. Disponen, entonces, una bañera y será el padre el que, con una esponja y agua, limpie el culo cagado de la hija.

Sale el padre, conducido por dos enfermeras que lo sujetan, y la hija sigue el ceremonial. Dispone dos montones de tierra fresca sobre sendos pañales, en el centro de la moqueta roja del suelo y, después, empuja la silla de ruedas vacía sobre esos montones de tierra, que ella pisa con los pies descalzos, hincándolos bien, como quien amasa la tierra con los pies.

Entre las acciones escénicas escatológicas, de alto impacto afectivo y simbólico, se encuentra, igual que el acto de beber y beber de la jarra de agua, el de abrirse de piernas y mear en un recipiente de cristal de laboratorio, para luego pasar los orines a una probeta alargada y situarla, a manera de lámpara votiva, en un aparato extraño que está situado delante del altar de la Sala del Capítulo.

En esa especie de segundo altar, después de retirar una tela de terciopelo escarlata, nos descubre una imagen casi andrógina ante la que pasa, de un lado a otro, esa lámpara votiva con los orines de la Liddell. Mientras, ella coge perspectiva y la observa desde la distancia, recreándose en la contemplación.

Esta es una de las acciones principales de Lo frío y lo cruel, el mirar, el observar, el contemplar. Del mismo modo que Angélica contempla las paredes abigarradas de antiguas imágenes religiosas y aristocráticas de hombres, aquellos hombres regios que labraron la historia y sentaron las bases del patriarcado, en un contexto con tantas resonancias como puede ser la Sala del Capítulo de un Monasterio tan importante como el de Tibães, en una ciudad episcopal, como es Braga.

Contemplamos cómo Angélica contempla cada una de las actividades que realiza y los objetos que manipula, incluido el padre. Cómo contempla esa figura, que rompe con el contexto creado, del joven atlético, que viste una malla corta negra, una camiseta de tirantes y unas deportivas y que realiza ejercicios gimnásticos. Brice Sousa hace unas sentadillas, con un disco de pesas para musculación cogido entre sus manos, con los brazos estirados, hace unas planchas, una voltereta y otras posiciones que muestran el vigor del cuerpo joven masculino. Angélica observa callada el recorrido de posiciones con las que Brice Sousa atraviesa la amplia Sala del Capítulo, para desaparecer por la puerta que está a la izquierda del altar. La Liddell contempla aquel cuerpo de músculos turgentes y bien proporcionados, que contrasta con la figura decrépita del padre. Contempla las hermosas piernas robustas y el magnífico culo del joven, ajustado en su malla corta, y lo ve salir, desaparecer, como una imagen efímera, tan efímera e inaprensible como la propia juventud.

La infancia, el dolor, la pérdida de los padres, la inversión y perversión de la imagen del padre como autoridad, la trasmutación del sadomasoquismo metafórico que pueden encerrar las relaciones familiares… todo esto y la luz del pensamiento, la filosofía, la literatura y las artes plásticas, para explorar acciones escénicas que se alejan del concepto de la belleza clásica, para adentrarse en otras bellezas menos transitadas, más chocantes y perturbadoras. Acciones escénicas que, en cierto sentido, parecen investirse de un tono litúrgico-herético, en el que el propio cuerpo de la Liddell es materia para el juego de la expiación purificadora del arte.

Lo frío y lo cruel se presentó como un “work in progress” que, en cierto sentido, también nos revela, en su procesualidad inacabada, los mecanismos de composición con los que trabaja una de las dramaturgas más intensas y admiradas del panorama europeo de las teatralidades posdramáticas.

 

P.S. – Sobre The Scarlet Letter también puede leerse en esta misma sección:

¡Ah! con A de Angélica Liddell”, publicado el 10 de febrero de 2019.


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