Los nenúfares de Monet
Cuando el reconocimiento internacional finalmente le colmó los bolsillos, el pintor impresionista Claude Monet adquirió una hermosa casa en Giverny, una localidad a las afueras de París. Allí construyó un puente japonés sobre un estanque plagado de nenúfares. Para su deleite y para sorpresa de los demás, desde entonces hasta el final de sus días Monet pintó una y otra vez el mismo paisaje: los nenúfares flotando en el agua de su jardín. La pregunta parecía obvia: “¿Pero, no se aburre usted pintando siempre el mismo paisaje?”. A la cual Monet respondía, imagino que con un rictus entre la sorpresa y la burla: “¿El mismo paisaje? Lo que yo pinto es la luz sobre los nenúfares, y ésta cambia rápidamente. Necesito entrenar mi destreza para plasmar en un cuadro un paisaje que muta cada diez minutos”.
Este salto aparentemente inalcanzable entre lo que se ve y se pinta, quedó admirablemente plasmado en la película “El sol del membrillo”, de Víctor Erice. A medio camino entre el documental y la ficción, el filme refleja la lucha de Antonio López por pintar el membrillero de su casa. El ciclo vital de los frutos del árbol evoluciona lentamente, pero la minuciosidad del pintor hace finalmente imposible capturar una imagen fija del árbol en su plenitud.
Quienes piensan el pensar, los filósofos, ven en esta capacidad de zambullirse en un proceso creativo aparentemente anodino, un ejemplo de sabiduría vital. Donde el resto sólo palpa aburrimiento, estos artistas hacen de la creación un abismo de pasión por donde caerse y dejarse perder. Lo que les importa no es el cuadro, es el proceso de pintar el cuadro. Importa más el viaje que la meta. O como dirían los pensadores del pensar: la vida arde en el fuego de lo que se está cocinando, y no degustando lo cocinado.
Esta última metáfora es lo que literalmente le pasaba a la perra de otro pensador del pensar, Eduardo Punset. El escritor catalán observó que su perra brincaba de alegría cuando detectaba que le iba a dar de comer, pero, tan pronto como se ponía a comer, su excitación se apagaba súbitamente. La perra era más feliz en la búsqueda de la comida que comiendo. Punset concluye: “La felicidad está escondida en la sala de espera de la felicidad”[1]. Llevando esta frase a las creaciones de Monet y de López, podríamos decir que el arte está escondido en el proceso.
Deslizándonos por estos vericuetos, me asalta la pregunta: “Y en teatro… ¿Cuándo damos por finalizada la creación de un espectáculo?”. Pienso en la necesidad de los actores y directores, mujeres y hombres, por definir herméticamente las coordenadas de un espectáculo, en su reticencia a cambiar cualquier aspecto de la obra que ya se ha asentado tras múltiples repeticiones. Parece razonable: ha de llegar un momento donde el proceso creativo debe concluir. Y sin embargo, tengo la impresión de que un espectáculo se asemeja a un organismo vivo, por cuanto a medida que cambia, se desarrolla y crece, va necesitando nuevos cuidados. Ello no significa que haya que reinventar forzadamente el espectáculo cada vez, ni que haya que buscar cambios obligatoriamente, ni tampoco que todo lo anterior sea desechable por inválido. Significa que, si el espectáculo permanece vivo en quienes lo hacen, necesitará ajustes, grandes o pequeños, para que pueda evolucionar. O, como diría Monet, significa que la luz de los nenúfares ha cambiado.
[1] Punset, Eduardo. El viaje de la felicidad. Las nuevas claves científicas. Ediciones Destino, Barcelona, 2009.