Zona de mutación

Lo que vemos, lo que nos mira

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Cuando se mira el paisaje de uno, ese que Atahualpa Yupanqui consideraba identitario no por el hecho de que al mirarlo pueda verse, sino por vernos incorporados en él. Esto significa que no percibimos el paisaje como una postal, como un objeto, sino como una presencia absoluta que en su manifestación nos arrastra, incluyéndonos. El notable estudioso de la imagen, Didi-Huberman, considera que no sólo miramos ese paisaje sino que éste también nos mira. Cuando miramos ese paisaje y no nos vemos en él, lo compara a la imagen que el Stephan Dedalus de Joyce mira cuando introducen a su madre en la tumba, es decir, el espacio de una carencia, de un vacío. Allí se nos impone la imagen imposible de ver, de aquello que nos iguala al cuerpo que ya no es, que de alguna manera nos mira desde un futuro en el que nos vemos, compartiendo esa misma vaciedad de ser de cuando nosotros mismos no seamos. Cuando uno no se ve en el paisaje, una voz nos susurra en el oído advirtiéndonos el sentido de esa ‘tumba visual’ que por nuestra no-presencia incluye la angustia de no estar. Es lo mismo que por las mañanas, luego de lavarnos la cara, dirigir la mirada al espejo y no vernos en la superficie de plata. A su vez, la ‘zona de veda’ de la escena sustrae todo el tiempo esta pertenencia, a la que eludimos con miles de trucos convencionales que implican la evitación de ese vacío inquietante. Hasta optamos muchas veces por llenarlo de escombros, de basuras para ‘ver’ algo que nos disipe, que nos haga olvidar. Ninguna de las artes puede mostrar tan crudamente esa carencia, de la que Kantor supo como el que más. El teatro desde esta clave puede poner las patitas en polvorosa a cuanto elusivo, eludiente, trata de disimular el vacío, la persecución de esa invisibilidad sin nombre. Pero está la fantasía de ir ‘más allá’ de las evidencias, de lo que vemos. Es decir, éste paisaje en definitiva no es tan importante, no es nada, y que mi imagen no esté en él, nada significa. En definitiva, escapar es la verdad. Ese es el infierno que el Baal de Brecht ve en el maravilloso Eckart (nombre sugestivo para un personaje brechtiano), la mirada que vuelve, la certificación de un demoníaco vacío. En definitiva, desacreditar los ojos puede ser un negocio, una alienación plausible, un regateo con la nada. Mutemos, vayámonos de aquí, la vida está en otra parte. Y así es que nos vamos, y el infierno va con uno.

 

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De acuerdo a lo planteado en el apartado anterior, la visión impermanente del teatro, perfora ese vacío y puede ver la cosa como cuando ésta ya no está. Ver la cosa por lo que ya no es o ver lo que va a dejar de ser. Por lo general decimos que cuando un espectador tiene la chance de ver algo que le gusta, que lo atrapa, es algo que subsiste ‘más allá’ del tiempo en que es visto. ¿En donde queda? Encapsulado en la mente del espectador. Esto no es metafísico, es físico. El pensar en el teatro es como el mito de la resurrección. Las imágenes-ideas se aquilatan en la mente-tumba que las guarda. Al segundo, tercer o cuarto día, resucita entre otras ideas abarrotadas. Sale de la tumba, cobra alas y vacía el túmulo. Los pintores cristianos supieron retratar el momento de sorpresa de quienes al acudir a la tumba, la encontraron vacía del Cristo que ya no estaba. Y nos acostumbramos a hacer ‘sorpresa’ del vacío y no del nuevo estado del resucitado, que resulta inhumano, inexplicable. Para ver lo que es lo vemos en relación a ese vacío, a ese momento en que el cuerpo ya no está. Pensar es la mecánica que produce la invisibilidad por la cual se puede entender la resurrección. Por eso nos cuesta abandonar la materialidad del ojo, por la cual debemos acostumbrarnos a lo que está, aunque lo que está sea paradojalmente lo que no está. La imagen teatral ha de gozar de impermanencia, de una capacidad de dar a pensar que equivale a su resurrección que horada el vacío.

Por esto último habría que ver si el uso en la escena de tecnologías, tales como hologramas (así lo hace Robert Lepage, por ejemplo), no resultan tautológicas con este principio resurreccional donde la corporeidad intangible del holograma ya está expresada por el carácter impermanente de la imagen teátrica. Es algo a pensar.

En la impresionante ‘Ubik’ de Philip Dick, aparecen los cuerpos en un estado que el autor califica como de semi-vida. La misma semi-vida que pudo servir para, a partir de los campos de concentración, hablar de la ausencia de Dios, casi como una demostración de su inexistencia. Que es la misma que podemos constatar en una sala de terapia intensiva, cuando los cuerpos conectados a los aparatos, quedan bajo nuestra mirada en una especie de sacrosanto ‘entre’. Incluso a resguardo nuestro, porque los cuerpos de nuestros seres queridos graves, según su estado, no nos devuelven la mirada. No saben que los miramos. En realidad quienes no sabemos que nos miran sin que nosotros sepamos que lo hacen, somos nosotros. Ese trance desata el llanto, las lágrimas, de nuestros ojos que golpean contra el muro de lo incomprensible y de lo que está y no está, en una semivida atormentadora. Nos sostiene la impermanencia de lo inefable, lo que pese a todo se acomoda como río de memoria; lo inolvidable que vivimos juntos. Lo que (¡ay!) ya no precisa de un cuerpo agotado.

 

 


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