Lorca en la rebotica
Antiguamente la rebotica era una especie de laboratorio clandestino situado en la parte trasera de la farmacia, donde los farmacéuticos preparaban los medicamentos. Allí, en la rebotica, el farmacéutico ejercitaba la parte artesanal de su oficio, elaboraba fórmulas magistrales para sus pacientes y buscaba secretamente nuevos remedios para las enfermedades. Gracias a aquel escondrijo plagado de utensilios y perfumado por el aliento de múltiples sustancias químicas, el farmacéutico, como si de una sala de ensayos se tratara, se convertía para los ojos de los clientes en un personaje casi mágico especialmente dotado para la curación, como una especie de chamán popular de bata blanca. Hoy en día la situación es muy diferente. Convertido el farmacéutico en un mercader de medicamentos prefabricados, la rebotica es, salvo excepciones, sólo una trastienda donde se almacenan los productos que han de venderse. Transformado en un simple mediador, el boticario contemporáneo ha perdido el aura misteriosa que en otros tiempos lo envolvía. Actualmente cuando nos topamos con el farmacéutico ya no tenemos la expectativa alerta, como cuando nos encontrarnos con alguien que guarda un secreto poder; nuestra actitud, más bien, de tan apagada que está se asemeja a la que tenemos frente a la cajera de un supermercado. Los tiempos avanzan, pero hay ciertas cosas que retroceden.
Cuando me acerco a mi biblioteca teatral, a veces me siento como aquella gente de antaño que iba al farmacéutico a pedir una pomada, jarabe o ungüento para una dolencia que lo aquejaba. Espero encontrar en los libros, entre tanto pensamiento cuidadosamente destilado por los antiguos maestros, entre tanta palabra pensada y prensada, alguna frase, alguna experiencia o anécdota que me alivie en los momentos de flaqueza, cuando las adversidades asoman su colmillo. Hace poco, en medio de uno de esos ataques de desaliento, me acerqué a una de las baldas más esquinadas y encontré las siguientes palabras de Lorca: “Desde el teatro más modesto al más encumbrado se debe escribir la palabra arte en las salas y camerinos, porque si no vamos a tener que poner la palabra comercio o alguna otra que no me atrevo a decir. Y jerarquía, disciplina y sacrificio y amor”. El documento tenía fecha de 1935, pero me pareció que bien podía haber sido escrito en ese mismo momento.
El texto en cuestión, del cual sólo he transcrito una pequeña parte, es una humilde carta donde el escritor andaluz se disculpa por no poder asistir a un homenaje que le tributan. La excusa es suficiente para envolver con algodón una perspectiva audaz, bella y encendida sobre el hecho teatral, que bien podríamos aplicarnos cuando las heridas teatrales supuran. Lorca llamaba la atención, precisamente, sobre una de esas antiguas heridas que cuando la situación económica más mísera es, más se abre. Se refería a la ancestral disyuntiva del arte frente al comercio. El debate, imagen de una brecha muy difícil de cicatrizar, es más acuciante justamente en estos momentos de tanta precariedad financiera y social. Pues resulta que cuando las circunstancias económicas son más paupérrimas, más se tiende a fomentar un teatro de comercio, un teatro que sea rentable exclusivamente en clave monetaria. Dicha tendencia, que parece funcionar como un resorte natural, se observa tanto en quienes crean, que adaptan sus presupuestos artísticos para ofrecer obras comercialmente más asequibles, como en quienes promueven, que buscan propuestas que aseguren un resultado comercial por encima del artístico. Es obvio que ambos casos, por cuanto se rigen por un instinto de supervivencia primario, guardan una parte de razón, pues quien no sabe adecuarse a las circunstancias, acaba por extinguirse. Sin embargo, también puede pensarse a la inversa: Precisamente ahora que el sistema amenaza quiebra, ¿no sería el momento de apostar con mayor decisión por ese otro teatro que surge de las entrañas artísticas y no del raciocinio empresarial? ¿Cuál es el sentido de abogar exclusivamente por lo comercial en un ámbito abocado a ser deficitario? ¿Tan solo minimizar las pérdidas? Si nuestra preocupación es sólo que la actividad cultural no adorne sus cuentas con números rojos, ¿habrá alguien que se preocupe de alertarnos cuando el arte esté en valores rojos?
Desde mi punto de vista, el problema no está tanto en confinar el llamado teatro de comercio, que pese a la desnutrición mantiene fuertes sus huesos, sino en evitar que la labilidad económica sirva de coartada para que ese teatro del arte del que habla Lorca tenga una existencia cada vez más difícil. El reto es que en la balanza, la parte más pesada y mejor alimentada no catapulte a la parte más pobre y ligera. Eso es, al menos, lo que yo creo. Y usted, doctor, ¿qué opina?