Críticas de espectáculos

Los dioses y Dios / Rafael Álvarez «El Brujo» / 67 Festival de Teatro Clásico de Mérida

Un «Brujo» luminoso

Rafael Álvarez «El Brujo» -autor, director, actor- ha vuelto al Festival con un nuevo espectáculo: «Los dioses y Dios«, otro monólogo, el quinto en el Teatro Romano, a partir de una versión libre -como le ha parecido bien llamar- del «Anfitrión» de Plauto, representada en el Festival de 1996, donde fue intérprete en varios roles bajo la dirección de José L. Alonso de Santos. Una obra en forma de comedia de enredos, de juegos de dobles, apariencias y malentendidos, con los personajes tipo de la comedia latina, que trataba la historia de dioses clásicos que enamoraban a humanos: la de Júpiter que se hace pasar por Anfitrión (general romano) para seducir a la esposa de este con la complicidad de Mercurio.

 

En aquella representación, que hablaba de una religión que recuperaba la cara del placer sexual, de una obra cuyo asunto no tiene igual en el teatro plautino, porque los dioses intervienen directamente en la acción (algo que no se había dado antes pues sólo lo hacían para explicar la intriga en el prólogo), la actuación de El Brujo que tan pronto hacía de Anfitrión, como de Júpiter, o tomaba el rol de Plauto, o se ponía a hablar de él mismo como actor sobre el escenario, al tiempo que era capaz de reírse del autor en complicidad con el espectador, resultó genial para los 3.000 asistentes que llenaban las gradas romanas. Siendo tal vez aquí cuando entendió que podía aprovechar su depurada técnica y su capacidad mágica de enlazar con el público para producir sus solitarios monólogos (un año antes había debutado con «La dulce Cásina«, también de Plauto/Alonso de Santos).

En esta ocasión, El Brujo recupera la imagen de la obra de 1996 dándole un giro a su contenido y forma. En «Los dioses y Dios» sigue con su estilo personal de lenguaje escénico, pero crea otra estructura de tragicomedia y una concepción del juego actoral que no se limita a la ilustración de los efectos cómicos de aquella versión -tanto del texto como del montaje que ahora son un ensayo esquemático y breve de lo que se representó- sino que se propone alcanzar paralelamente una reflexión espiritual profunda sobre las relaciones entre las divinidades y los humanos.

En esa reflexión vuelve a las raíces del género dramático testimoniando las más elevadas características del ser humano que remueve la conciencia y trasciende el plano de lo puramente moral y terrenal. Pues sabe que el hombre, como ente biológico, jamás ha aceptado la idea de su muerte física como muerte total. De Dios, del alma o de la inmortalidad no tiene patentes, pero su espíritu sí, porque este vive dentro de él. Tiene su conciencia, su libre albedrío, su capacidad creativa, artística, científica, su sensibilidad estética, su razonamiento y su evaluación ética. Esto quiere decir que el hombre universal, desde el momento que reconoce la vida como un valor supremo, está aceptando la existencia de un poder superior (el de una causa suprema de todas las causas). Y es así que surge el concepto Dios con cualquiera de los nombres con que queramos llamarlo.

En este sentido, la reflexión de la obra me pareció como otro capítulo más del discurso magistral de su anterior obra representada en el Festival hace tres años: «Esquilo, nacimiento y muerte de la tragedia«, investigación realizada en el antropomorfismo del mundo clásico griego y del oriente más antiguo, cuyas cuestiones más innovadoras sobre el teatro trágico y el sentido de la vida humana, que si bien se nutre de la tradición homérica tienen su mejor aportación en el conocimiento y la sabiduría espiritual de la cultura clásica hindú que El Brujo introduce influido por la doctrina Vedanta (expresada en el texto épico más antiguo del mundo, el Rig-Veda).

Siendo en «Los dioses y Dios» más concreto al tratar de evidenciar que los humanos son «inmortales» (dioses fraguados de una pequeña porción de la energía de Dios en sus pasatiempos), toda vez que en el pensamiento clásico el hombre «no es el cuerpo, es el alma«, que es lo que a su vez le da «vida al cuerpo y a la naturaleza«. Ideas coordinadoras de la función que El Brujo proyecta en el espectador como un ser lleno de luz, desde la energía que emana del corazón, que representan la esencia del «Bhagavad Gîta«, uno de los textos clásicos más profundos y sabios de la humanidad, considerado sagrado para la mayoría de los hindúes (que forma parte de su literatura épica «Majabharata«, atribuida al mítico Viasa, sin saber los siglos a.C.).

El espectáculo, sin descanso esta vez, que dura más de hora y media, es la ceremonia de El Brujo, actor/rapsoda moderno (luciendo un frac blanco y una camiseta verde) sin más escenografías que el monumento de fondo, con un pequeño proscenio en la orchestra cubierto con una alfombra roja, donde se sitúa en un extremo al músico Javier Alejano, que subraya con precisión los matices a chispeantes gestos y refulgentes sentencias metafóricas. Son los únicos elementos escénicos usados por el actor (aunque a veces se mueva explícito por el largo y ancho escenario romano), en los que se van a justificar la esencia grecolatina y las ideas de cómo se transcribe la obra a nuestra realidad de hoy, de su intencionalidad moral y espiritual.

En la interpretación, vemos su ya clásico espíritu juguetón -cada vez más depurado- en hilos argumentales cargados de anécdotas e improvisaciones llenas de guiños cómplices, chistes, guasas desde las que hace un repaso a la sociedad actual, pero en los que parece que no sabe ni él mismo cuando empiezan y terminan (el prólogo y el epílogo aquí duran más que lo que pretende representar sobre «Anfitrión«). Eso sí, todo logrado con la autoridad teatral y calidad expresiva de ser el mejor histrión español.

El público que le sigue se lo pasa en grande con tal festín de esplendores cómicos, poéticos, literarios, filosóficos, religiosos. El revulsivo teatral llega hasta el intelecto de los espectadores, que terminan muertos de la risa o fulminados por la catarsis, o de ambas cosas, según el nivel de modalidad ignorante o culta que tenga sobre los clásicos (en 509 ocasiones se escucharon las risas del público, en 57 recibió aplausos, siendo 5,9 minutos los del final bailando al ritmo de la canción «Jerusalema«, según el cronómetro del reporter Eloy López, sentado a mi lado). Todo un éxito.

José Manuel Villafaina


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