Críticas de espectáculos

Maldito sea el hombre que confía en el hombre: un projet d´alphabétisation/Angélica Liddel/Festival de Otoño en Primavera

Los restos del naufragio

 

Desde el punto de vista formal, Maldito sea el hombre que confía en el hombre, el espectáculo que acaba de estrenar Angélica Liddell en el Matadero antes de llevarlo al festival de Aviñón donde, tras su presentación el año pasado, se la espera con verdadero interés, está construido siguiendo la misma estructura secuencial que La casa de la fuerza, obra de la que viene a ser una segunda parte. Así, una vez desplegado el espacio temporal de la representación como un continuo monótono y prácticamente ilimitado, son las leves alteraciones topográficas de las personas y las cosas que se muestran sobre el escenario – y no la inane pretensión de desarrollar una acción – las que abren paso de un episodio al otro emulando cierta continuidad. Esta vez, la escenografía comienza por representar todo un paraíso infantil plagado de árboles, plantas y animales. Sólo que los árboles son de cartón piedra, las plantas, artificiales, los conejitos están muertos y los feroces lobos, disecados. Poco importa, unas niñas bailan y aprenden el francés repasando el abecedario: E comme Enfant, L comme Loup, R comme Rage, M comme Méfiance, W comme Wittgenstein, Z comme Zidane…

Entre esas niñas se encontraron, hace ya tiempo, Angélica y Lola, su acompañante habitual, cuando todavía ignoraban que “aún no se sabe de ningún niño que se haya convertido en un buen adulto de mayor”. De modo que ambas crecieron, amaron, sufrieron, fundaron Atra Bilis, estuvieron en Aviñón y, por lo que nos dicen, siguieron estudiando francés. Es lo que vamos coligiendo a medida que avanza la función, con esa flema y esa parsimonia tan características de su estilo. De vez en cuando, un “schock” estremecido nos saca por un rato de esa rutina: las acrobacias de unos saltimbanquis que vienen a sustituir a los mariachis de La casa de la fuerza, las percusiones de decenas de latas sobre los decorados, la reproducción en plan “karaoke” de una canción de los Rolling Stones puesta a todo volumen, o la construcción final de un monumento, obra del artista plástico Enrique Marty, que seguramente se libra de la quema por ser propiedad, según se nos indica en el programa, de la Deweer Gallery de Otegem (Bélgica). En definitiva, está todo lo que tiene que estar en un montaje de teatro postdramático, incluyendo esa estética tipo “disneyland” que ahora tanto se lleva y caracterizaba La maison des cerfs, del creador belga Jan Lauwers, o la puesta en escena de la ópera Kröl Roger de Karol Szymanowski que trajo últimamente Warlikowski al Real. En espera de profundizar un poco más en el rechazo actual a lo dramático – que tiene sus razones, y de peso – y el fondo de la estética postmoderna, la obra tiene el éxito asegurado en Aviñón y sitúa a Angélica Liddell, si no lo está ya, en la lista de candidatos al Premio Europa, sección Nuevas Realidades Teatrales.

Pero ahora toca hablar de contenidos, de esos parlamentos magistrales en los que la actriz se suelta el pelo y canta las cuarenta. Como si quisiera recompensar nuestra espera – son sólo tres o cuatro a lo largo de toda la función – se yergue, se ata los machos y le habla al público, mostrando lo gran trágica que es. Con su voz alta y clara, siempre pendiente del tono y del matiz, va enumerando las razones de su misantropía. Y es que Angélica Liddell desconfía: “la desconfianza es lo que impide que te vuelvan a machacar, a estafar, la vida es una pura estafa. Ahora no soporto ni que se me acerquen. Soy una sociópata bajo control”. Ni que decir tiene que convence, que el mundo está lleno de “estafadores de sentimientos”, de “sacamantecas”, de “depredadores” como el lobo que terminan disecando al lobo. Y que la solución es abandonarlo, cultivar su propio jardín y fomentar el individualismo. Como una Anna Karenina de nuestros días, Angélica Liddell siente que está “maldita”. Y ése es el momento de preguntarse hasta qué punto estamos ante una actitud individual plenamente consciente y motivada – y, por lo tanto, inapelable – o ante un reflejo de ese talante sugestivamente romántico que, como una respuesta casi instintiva al materialismo reinante, está permeando una parte de nuestras clases populares mientras la otra, igualmente harta, invade las calles y las plazas. La componente más conservadora de nuestra sociedad – que no es poca, como acabamos de comprobar – siempre ha sido tolerante y benévola con esa mezcla de vanguardia y romanticismo visceral, al considerarla como una barricada hecha de airados sentimientos y, por tanto, muy fácil de tomar. Tal vez por ello y aún reconociendo que los soliloquios de la Liddell no tienen parangón, hay que saludar la intervención de Fabián Augusto Gómez, Carmen Menager y Johannes de Silentio en la parte final de la función en donde, con la misma pasión y la misma rabia con que la creadora se fustiga a sí misma, llevan a cabo una implacable crítica de la institución familiar ya más difícil de tragar por nuestra burguesía nacional. Una ventana que se tiene que abrir en un teatro encerrado en sí mismo por ahora.

Ahora bien, ¿hasta dónde llega ese ensimismamiento? La escena es poco dada a respetar la intimidad del creador y tiende a hacerla pública al exhibirla en cueros ante el respetable. Y el creador lo sabe y sigue el juego. Un juego que él mismo ha puesto en marcha y que va a controlar hasta el final, como lo hace Angélica Liddell, con maestría y gran habilidad. Ella se sabe dueña de la escena y nos lleva por el ronzal. En La casa de la fuerza, se pasa todo un acto vaciando sacos de carbón sobre el escenario para luego recogerlo a paladas, o lo llena todo de divanes que luego se encargará de retirar. Aquí, dice que la función dura dos horas y tres cuartos y luego pasa de las tres y media. O, como le gusta una pieza de Schubert, nos la llega a poner cinco o seis veces hasta convertirnos en una especie de perro de Pavlov que se apresta a oír la melodía cada vez que ella o Lola rozan la pianola. Si un espectador abandona la sala, le confirma que todo va bien. Y cuando la fuga empieza a ser masiva, corta y llega el final. No, Angélica Liddell no es ahora ni ingenua ni inocente. Ya no se nos presenta como una maldita sino como la mujer de teatro que es. Y es esa ambivalencia entre la creadora y su personaje la que mantiene en tensión el espectáculo y, aunque dure diez horas, nos hará volver la próxima vez.

 

Título: Maldito sea el hombre que confía en el hombre: un projet d´alphabétisation – Intérpretes: Fabián Augusto Gómez, Lola Jiménez, Angélica Liddell, Carmen Menager y Johannes de Silentio – Acróbatas: Xiaoliang Cao, Jihang Guo, Sichen Hou, Haibo Liu y Chansheng Tian – Voz en off: Christilla Vasserot – Y las niñas: Ana Boston, Alba Baybrooke, Florence Baybrooke, Alicia Díez, Lara Lussheimer, Carmen Momplet, María Morales, Paloma Paniagua y Blanca Torrado – Escultura: Enrique Marty – Diseño de iluminación: Carlos Marqueríe – Profesor de taichi y coreografía: Ángel Martín Costalago – Escenografía, vestuario y dirección: Angélica Liddell – Producción: laquinandi, S.L.

 

David Ladra


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