Manoliño Nguema
Los escenarios, teatrales y dancísticos, en muchas ocasiones, son espacios libres de límites y aduanas, desafiando, en este sentido, los estados y sus fronteras excluyentes.
Curiosamente, las fronteras de los estados excluyen a las personas pero, según parece, no excluyen a las multinacionales ni a la homogeneización promovida por su globalización. Parece que el dinero lo puede todo.
Sin embargo, algunas veces, nos podemos encontrar con historias épicas de superación de las fronteras legisladas, en pro de una integración y un mestizaje que no aniquila las particularidades de las culturas autóctonas. Éste es el caso de la historia protagonizada por Marcelo Ndong, nacido en Malabo, Guinea Ecuatorial, hace más de 60 años, cuando el país africano aún era una colonia española.
En 1968 Marcelo Ndong consigue una bolsa de estudios para venir a estudiar a Bemposta, Ourense, donde el Padre Silva había fundado la Ciudad de los Muchachos, una escuela de circo que acogía a más de 300 jóvenes, muchos de ellos hijos de emigrantes gallegos que los dejaban allí internados cuando tenían que irse al extranjero para trabajar y ganarse la vida.
En la Ciudad de los Muchachos, en Bemposta, Ourense, funcionaban como si fuese un país autogestionado y democrático. Elegían alcaldes libremente, tenían escuelas de oficios, como carpintería o forja y, sobre todo, la escuela de circo. El Padre Silva, un hombre de carácter fuerte, creía que el mundo solo se podría cambiar para mejor a través de la educación, el trabajo en equipo y el arte.
El circo de la Ciudad de los Muchachos hizo giras internacionales y adquirió un prestigio sobresaliente.
Marcelo Ndong y algunos compañeros de Guinea, que vinieron con él, fueron los primeros negros en llegar a Ourense, lo cual provocó anécdotas dignas de recordar en un espectáculo. Como también es digno de recordar aquel proyecto educativo y circense que suponía una excepción dentro de un contexto tan adverso como pudo ser la dictadura franquista.
En los años 80 Marcelo Ndong se hace popular en Compostela como Manoliño Nguema, un actor negro que hace mimo blanco en la Praza do Toural. Allí es donde lo conoce el dramaturgo, actor y director teatral gallego Quico Cadaval, en la época de estudiante. Muchos años después, en alguno de sus viajes, Quico Cadaval se reencuentra con Marcelo, en Guinea, y le sugiere que haga una pieza teatral con su historia.
El día 15 de diciembre de 2017 el Teatro Principal, del Concello de Santiago de Compostela, acoge el espectáculo titulado Manoliño Nguema. Dos mundos que se tocan. Esta obra, además, forma parte de un documental impulsado por la ONGD Waka Films y la productora Fílmika Galaica.
Manoliño Nguema. Dos mundos que se tocan es una pieza híbrida, desde la perspectiva de los géneros y modalidades escénicas, y mestiza, desde la perspectiva más cultural y antropológica.
La hibridación posdramática se hace ostensible en la utilización de los siguientes elementos: números de mimo clásico; números de música y danza de tradición autóctona guineana, con instrumentos de percusión realizados con maderas y pieles que, en si mismos, parecen esculturas africanas; escenas en las que cantan canciones gallegas acompañándose de la guitarra española; escenas de narración oral ritmadas musicalmente, de manera sutil y envolvente.
Sobre el escenario, junto a Marcelo Ndong, actúan dos alumnos suyos, Gorsy Edú y Raimundo Bernabé (Russo), pertenecientes a dos generaciones diferentes, que se formaron en la escuela de circo que Ndong fundó en Guinea al volver de Galiza.
Tres presencias, de tres edades diferentes, que, simbólicamente, en el ritual teatral, establecen un paralelismo mágico con el Ngoan Ntangān, que es un baile tradicional de la cultura fang, una máscara con tres rostros de la cual se deducen las tres energías con las que funcionan las personas: lo que somos, lo que mostramos y lo que los otros ven de nosotros.
El fascinante relato de vida de Marcelo Ndong, narrando la aventura de un joven guineano que viene a estudiar y a trabajar a Bemposta, en el circo de la Ciudad de los Muchachos, se trufa de anécdotas exóticas no exentas de una dimensión política y filosófica.
El humor es tierno, igual que lo es la mirada y la actitud de Ndong, pero, al mismo tiempo, también aparecen la picardía y la retranca que a mí me recuerdan a la de los paisanos de Ourense.
El relato de vida de Marcelo Ndong no le transforma en el protagonista (dramático) de la pieza, sino que, desde la dramaturgia, opta por repartirlo en las tres voces de los tres actores que están y son sobre el escenario: Marcelo, Gorsy y Raimundo. De esta manera, la jerarquía propia del teatro dramático, que implicaría el monólogo del personaje de Manoliño Nguema, se desintegra en una coralidad pre o posdramática, más próxima al teatro fiesta y a las propias raíces antropológicas del acto teatral.
Las tres voces se reparten el relato. Con esto, además, añaden una dimensión simbólica relevante, pues la emigración y el viaje, a través del cual un extranjero pasa a integrarse en otra cultura para retornar, después, a la suya, enriquecido, es algo cíclico y repetido, como cíclicos y repetitivos son los toques de percusión, o los pasos rituales de una danza tradicional. De la misma manera, el relato de Ndong pasa por las bocas y las voces de Edú y Bernabé, el hijo y el nieto, artísticos.
De esta manera, el relato de vida se despega del dramatismo individual y psicológico para abrirse a una odisea épica en la que no hay héroes. Una odisea épica sobre el triunfo del antihéroe, del emigrante, del negro en épocas de marginalidad, del joven sin recursos económicos, que proviene de un país igualmente pobre en lo económico y que, sin embargo, realiza sus sueños y nos presenta una pieza artística de un valor que no se puede tasar en dinero.
El relato de vida, así dispuesto, repartido en un diálogo paralelo o coral, asumido por diferentes voces, multiplica su potencia evocativa y nos permite imaginar.
Imaginamos, estimulados por el relato y por el ritmo que establece con la percusión que lo acompaña, una musicalización en la que predomina lo pulsional sobre la melodía imaginativa que promueven las palabras.
La imagen escénica, ahí, se calma, para facilitar nuestra inmersión imaginativa, permaneciendo ante nuestros ojos las personas y los objetos testimoniales de aquellas otras latitudes, diferentes y, a la vez, hermanas.
Lo coral del escenario se extiende a la platea cuando Marcelo Ndong canta el himno gallego, que es un hermoso poema de Eduardo Pondal, titulado “Queixumes dos pinos”, con música de Pascual Veiga, o cuando, acompañado de la guitarra, canta el poema de Álvaro Cunqueiro, “No niño novo do vento”, con música de Luis Emilio Batallán, para explicar la inexplicable morriña que siente de Galiza, o cuando canta la canción tradicional “Catro vellos mariñeiros”, acompañado al pandero y a la pandereta por sus dos colegas. Ahí, el sentimiento de comunidad, propio del acto teatral, se hace explícito y Ndong lo bendice con una sonrisa en la boca y un brillo en la mirada emocionada: “Estamos en Galiza”, dice, “Que bonito cando a xente canta na súa lingua!” (“¡Qué bonito cuando la gente canta en su lengua!”).
A parte de la guitarra, la instrumentación que predomina es la percusión, no solo en los variados tambores, de hechura escultórica, sino, incluso, en el xilófono africano, con un predominio de lo rítmico y lo harmónico, lo sincrónico, por encima de la continuidad lineal melódica, lo cual aporta un carácter más pulsional y terreno, para acentuar la fisicalidad de la acción sonora. Del mismo modo, las presencias de objetos, taburetes e instrumentos musicales africanos, con pandero y pandereta gallegos y guitarra española, así como la presencia de los tres actores, se afirma en una fisicalidad casi deportiva, pero, artísticamente, plena de sugerencias y evocaciones.
Manoliño Nguema. Dos mundos que se tocan es una pieza necesaria, ya que recupera la memoria histórica, desde el final del franquismo hasta nuestros días, en Galiza, en maridaje con la memoria histórica del final de la Guinia colonial hasta nuestros días, a través del magnífico puente del amor y la libertad que todo acto teatral artístico implica.
Manoliño Nguema. Dos mundos que se tocan es la historia de una utopía, formulada desde la base, y hecha realidad.