Mato y muero, luego existo
Las contradicciones de la libertad de expresión, como un dato cuasi sagrado de las sociedades, queda expuesta en su inocencia si las convenciones pasan a ser umbrales en los que se determina a muchos agentes intervinientes que las desconocen. El imperativo de tal libertad, agenciado como factor de poder, apunta los cañones a quienes no están emplazados a afrontar el mismo juego. Juego en el que el etnocentrismo lo iza como un sistema de representación, donde una parte de quienes han de afrontar el juego toman literalmente y al pie de la letra el intercambio, desbordando el umbral representativo a la seca y llana literalidad de la muerte. La libertad de expresión, están diciendo los hechos, tiene condiciones previas que impiden el reconocimiento perceptivo de las reglas de juego.
La realidad está mostrando que la libertad de expresión no es una prerrogativa que pueda hacerse sobre el fondo de la injusticia o la digitación en el diseño del juego. Manipulatorio resulta pretender discutir sobre sacralidades auto-estipuladas que el otro no reconoce. Es hipócrita primero y altamente peligroso después, pretender detener el cataclismo civilizatorio, fruto del desfasaje perceptivo, de la impertenencia a los mismos territorios de juego, con alardes valorativos que no evidencian otra cosa que voluntades hegemónicas.
El estado de situación actual es que las materialidades de los intercambios establecen el toma y daca de la guerra. El diálogo es el agonismo bélico de tumbar al otro. La petulancia de los libres deviene un acto fuerza avasallante de las sensibilidades ajenas.
Técnicamente podría rastrearse sin problemas, a través de la ciencia de las redes por ejemplo, cómo los signos objetivos, la libertad de prensa sin ir más lejos, pueden detectar los elementos de denegación en el concierto mundial. Pero esto no evitará la evidencia de estar atacando las consecuencias y no las causas de los males.
El signo cultural de la libertad de expresión y su cola de cometa, la libertad de prensa, es esgrimido como signo civilizatorio que ostentan unilateralmente los países que casualmente tienen los ejércitos más poderosos del planeta. La libertad de prensa en un contexto de injusticia, aparece a ojos vistas como un valor etnocéntrico, cuyos ropajes no alcanzan para detener las balas de aquellos que a todo o nada, patean el tablero.
Un etnocentrismo violento es adjudicar oscurantismo o atraso al hombre de fe, al hombre que cree. De poco sirve tratar de estúpido al ingenuo que toma literalmente el relato y quiere subir al escenario a linchar al villano. El teatro sabe que hubo una edad de la inocencia donde el público se alienaba a las ficciones, que corría cuando el tren venía hacia la cámara.
Pero esa cartapesta retórica no resalta como el arma para fundar un nuevo encuentro, un diálogo real entre los pueblos.
La entereza de las artes está a prueba toda vez que deberá verse desde sus filas su poder para no echarle leña al fuego, sino su inspiración para encontrar la brecha discursiva alternativa a la que esgrimen las corporaciones mediáticas y las ententes culturales del mundo.
Para que no quede sin decir: nada justifica los muertos.