Críticas de espectáculos

Medea/Séneca/Andrés Lima

Clásicos en la ciudad

Que el todopoderoso y acaudalado senador Lucio Anneo Séneca (Córdoba, 4 aC – Roma, 65 dC) encontrase el tiempo necesario en su convulsa y ajetreada vida como para añadir a su ya copiosa producción de diálogos morales, epigramas y cartas toda una recopilación de nueve tragedias griegas extraídas en su mayoría de la obra de Eurípides, nos da una buena idea del interés que mostró, como moralista estoico que fue, en el comportamiento de los seres humanos ante situaciones de conflicto que nos vienen impuestas por la fatalidad. Sería equivocarse sin embargo el terminar pensando que sus versiones de los clásicos son una mera adaptación de los originales helenos. Por lo general, los títulos, personajes y temas de sus obras, con pequeñas variantes, llegan a coincidir con ellos pero no así el tratamiento que Séneca les da, más acorde con el pragmatismo, el desencanto y la pérdida de valores de la Roma imperial, que él dice combatir, que con el afán inaugural, ejemplar y didáctico de un mundo en construcción, aún plagado de mitos, como lo fuera el griego de Pericles. Y es que, desde el estreno de Medea en Atenas, en el año 431 aC, hasta cuando Séneca escribe su versión, han transcurrido casi quinientos años, como si un autor contemporáneo nuestro se dedicase, ahora que predominan la comedia y el drama costumbristas, a emular los misterios y autos ceremoniales del final del Medievo. Así que en el periodo que separa ambas obras, todo había cambiado: la geopolítica en el Mediterráneo, desde las ciudades-estado al imperio romano; las metas de la civilización, centradas en la defensa patria y el culto de los dioses en el Egeo helénico y muy al revés, en Roma, en la consecución de una sociedad cosmopolita y la conquista de todo el «mare nostrum»; e incluso el objeto de las artes, que habían pasado, en un «zoom» reductor, de una representación sublime de los hombres como si fuesen cuasi-héroes al retrato descarnadamente realista de sus facciones, bellas o monstruosas, como se suelen dar entre el común.

Cambios estos que se reflejan, como no podía ser de otra manera en un arte que nos sirve de espejo, en el diferente concepto que del teatro se hacen ambas épocas. En el mundo griego, la tragedia es una manifestación de la «polis», un acto cívico al que acuden en masa los ciudadanos con objeto de conocer los mitos fundadores de la legislación de la metrópoli y las virtudes de su tradición. La función transcurre al aire libre, entre cantos y danzas, con sus protagonistas subidos en coturnos y dotados de máscaras para ser contemplados y entendidos a la perfección por la totalidad de la audiencia. Asimismo, para más claridad, le representación se desarrolla según una pauta definida: el prólogo que introduce el argumento, la entrada del coro o «parodos», cinco episodios, separados por igual número de «estasimones», en los que se condensa la acción, y un epílogo o «exodos» en el que el coro abandona la orquesta y se formula la conclusión. Así es como sucede, transparente, la Medea de Eurípides en todos los momentos de su acción que, ante la apatía de los dioses, sus pares, parece comandada por un mandato procedente de leyes primigenias como es la del Talión. La mujer que aparece tras el prólogo, en el que todos sus allegados – Nodriza, Pedagogo, sus dos hijos y el Coro de corintias – se personan en el teatro mientras ella gime en su mansión, está absolutamente cambiada: ya no se desespera por haber perdido a Jasón y, tras renegar del matrimonio, busca, apoyada por el Corifeo, la mejor manera de vengarse. Fría, calculadora y con la revancha solo «in mente», comienza una serie de entrevistas: del débil rey Creón obtiene un día más antes de que la expulsen con sus hijos; de Jasón, unas excusas deplorables que no hacen más que mostrarle embustero y cobarde tal cual es; y del rey Egeo, el ateniense, que pasa por allí casi de encargo, el juramento de que la acogerá en su reino. Será precisamente esta promesa de tener un lugar adonde huir la que disipará todas sus dudas y la pondrá en acción, mostrando al mismo tiempo cómo el argumento de la obra, por muy desaforado que éste sea, no pierde jamás la racionalidad. Ahora Medea sí que lo tiene claro: reclama la presencia de Jasón, ante el cual se muestra arrepentida, y le ruega encarecidamente que sus hijos se queden en Corinto con él y con su esposa; para congraciarse con ésta, Medea le envía con los niños el tocado y el manto envenenados; mueren Creúsa y su padre, el rey Creón, entre indecibles sufrimientos; e informada Medea por el inevitable mensajero, rebosa de alegría. Queda, eso sí, una disyuntiva por tomar, el qué hacer con los niños. Tras dudarlo un momento (al fin y al cabo es madre) la maga se decide a sacrificarlos ella misma aplicando la lógica de nuevo: si no es ella, serán los corintios quienes los matarán precipitándolos en la ignominia. Una vez muertas ambas criaturas (siguiendo el decoro del teatro griego, el espectador no lo verá) y ya subida en su carro solar con sus despojos, Medea alcanza su momento de gloria al despedirse de Jasón, que queda abandonado en tierra extraña tras perder a toda su familia (a más de que la augur le prediga su fin al caer sobre él el mástil del Argo, el navío que les llevó a Corinto, que yace abandonado en una playa).

Aunque inspirada en la tragedia ática, con la que entra en contacto tras la conquista de la Magna Grecia, su equivalente en Roma va perdiendo importancia a medida que avanza la escena nacional en la ciudad. Volcado el pueblo ya no en su educación sino en el puro entretenimiento, busca recrearse en la comedia, sea ésta la farsa satírica atelana, las bufonadas de Plauto y de Terencio u otros espectáculos mudos, como lo puedan ser la pantomima o el mimo, en los que el erotismo es explícito. Y hasta tal punto se van quedando sin audiencia las antiguas tragedias que escribieron en tiempos Livio Andrónico, Gneo Nevio o Lucio Accio, que cuando Séneca se propone redactar las suyas «a lo griego» ya no será para representarlas en la escena sino para ser leídas o declamadas. Ello trae consigo de inmediato una modificación de su estructura que se hace patente en la Medea. Contrariamente al hálito expansivo de la tragedia griega, los textos se condensan y ordenan en densas y extendidas tiradas descriptivas, plenas de erudición y citas mitológicas, que se van sucediendo una tras otra. Así se relacionan, como en un cataclismo de grandes bloques pétreos, Medea y la Nodriza, que adquiere en la versión de Séneca una gran importancia como segundo yo de la hechicera. Esta sucesión de parrafadas sólo se interrumpe al dialogar Medea con sus antagonistas utilizando ese fraseo de sentencias que es la «stichomythia», un recurso que, por su agilidad, viene a ser como una bocanada de aire fresco. En cuanto a las intervenciones del coro (esta vez masculino y contrario a Medea, ¿cómo no?) carecen de la división en estrofas de los griegos y aparecen también como extensas exposiciones que más tienen que ver con la gesta de los argonautas que con el conflicto de la maga. Exceptuados, pues, los enfrentamientos dialécticos Creón-Jasón-Medea, el texto se nos presenta como una sucesión de monólogos, una especie de diálogo interior del personaje principal y su nodriza. Más que de narrativa, podría hablarse aquí de una tragedia «de cámara», opuesta a la grandiosidad de la griega y reducida a su enjundia esencial.

Pero donde la diferencia es clave entre ambas obras es en el carácter de la protagonista. La «bárbara» Medea de la tragedia griega es sin duda irascible y busca la venganza, pero siguiendo siempre una estrategia racional. Habla, se informa, actúa, aprovechando a fondo los puntos flacos de sus enemigos. Si hay que rebajarse, se rebaja; si hay que engañar, fabrica una sarta de mentiras; si hay que encontrar refugio, consigue la protección de Eneas. Todo le sale como lo ha previsto, hasta la aniquilación de su prole en su mansión y su gloriosa fuga en el carro del Sol. Muy distinta será la Medea de Séneca, en permanente cólera y sin ningún plan de acción premeditado, sólo dispuesta a odiar como una ménade. Primero, cederá a sus hijos para que vivan en palacio. Sólo cuando comprenda que así sacia los deseos de Jasón, se echará atrás y los mantendrá consigo. Toda su furia se va a centrar entonces contra la familia real y se va a concentrar en el conjuro. Es cuando comprendemos su naturaleza original de hechicera, su ferocidad plenamente caucásica (esta vez, los niños serán aniquilados en escena) y la memoria que de ella queda en Occidente como paradigma del Mal. Un recuerdo que, venciendo al de su «sosias» griega, tiene su origen en la versión de Séneca, que introdujo el género en Europa durante el Renacimiento y el Barroco. Y ello probablemente porque, aparte de los cambios geopolíticos, civilizatorios y artísticos de los que antes se hablaba, hay en el moralista cordobés una fuerte componente personal que le lleva a aumentar el dramatismo de la acción y la maldad de su personaje. Y es que la época que le tocó vivir como senador del Imperio bajo Tiberio, Calígula, Claudio y Nerón no pudo ser más turbulenta. Su carrera política como filósofo y orador se inicia con dos exilios casi consecutivos. El primero, en el 31 siendo cuestor, se lo debe a Calígula, quien receló de él dada su brillantez; y el segundo a la mujer de Claudio, Mesalina, diez años después, quien le mantendrá en Córcega hasta el 49. Una vez caída Mesalina y sustituida en el lecho de Claudio por Agripina, ésta le reclama en Roma, nombrándole pretor de la ciudad y tutor de su hijo, Nerón, de quien será más tarde consejero y ministro como senador. Siguen ocho años de buen gobierno, del 54 al 62, hasta que cae en desgracia con el emperador, quien ya había dado cuenta de su madre, Agripina, en el 59. Prudentemente, Séneca se retira de la corte hasta recibir la «indicación» de que más valdría que se suicidase con su esposa, lo que ponen en práctica los dos en el 65 cortándose las venas en un baño caliente. ¿Cómo no establecer una profunda y estrecha relación entre el tono abismal de sus tragedias y los procelosos tiempos que vivió?

Y consecuentemente, ¿cómo poner en duda que, a la hora de elegir entre las dos Medeas para estrenar una de ellas en el Teatro de la Ciudad, Andrés Lima no se iba a decidir por la de Séneca? Posiblemente, la de Eurípides sea la más perfecta y la más noble, pero ¿acaso no responde la del estoico cordobés a la hipocresía, el materialismo y la violencia criminal de nuestra época, tan semejante en todo al Imperio romano aunque con otras siglas y cien veces mayor? Del montaje de Lima, lo primero que habrá que destacar será la limpieza y precisión del texto, establecido a partir de una importante poda y adaptación de la traducción de Jesús Moreno Luque para Gredos. El sobrecogedor clima de la tragedia se impone nada más comenzar cuando, sobre un sombrío fondo de claroscuros y acompañado por las voces abismales del Coro, Lima recita épicamente, en su papel de Corifeo, el inicio de la cosmogonía de Hesiodo para acabar estableciendo el árbol familiar de la hechicera: hija de Eetes, sobrina de Circe, sacerdotisa de Hécate y nieta del dios Helios. Se crea así un ambiente inmemorial que se va a mantener a lo largo de toda la tragedia gracias al sencillo diseño de la iluminación, el vestuario y la escenografía, siempre bien combinados con el canto del coro con el fin de crear la sensación de estar en otro mundo, el primigenio, y en el origen de los tiempos. Dos figuras de negro, las de la Corifea y la Nodriza, contribuyen a ello. La primera, tocando su instrumento, un contrabajo, al que le presta su melodiosa voz; y la segunda, rodando por el suelo y siempre pendiente de su ama. Medea, la hechicera, nos viene interpretada por una actriz tan bella y renombrada como Aitana Sánchez-Gijón. Y yo he de confesar que el verla allí, irascible y colérica en la entraña del drama, me sorprende muy positivamente. Tal vez su dedicación al séptimo arte y un deseo inconsciente de preservar su sereno atractivo la dotaran de un cierto hieratismo en el teatro. Nada queda de ello en la Medea sino fuerza, voluntad y buen hacer. Como si estuviese a punto de ingresar – si con esta actuación no lo ha hecho ya – en el muy limitado escalafón de «trágicas» que existe en el país. No hay más que verla durante la escena del conjuro, punto álgido de toda la tragedia. Provista de unas rodilleras y con su cuerpo prácticamente expuesto, tan solo resguardado en trampantojo por una parca ropa interior, la actriz se entrega a una alocada gimnasia ritual mientras sus compañeros la cubren de extractos de serpiente, de hierbas y de plumas. Un modelo de voz y expresión corporal. Además de hacer de Corifeo, Andrés Lima interpreta a Creón y también a Jasón. Bien está que, por pura economía escénica, lo haga con el primero, pero representar al segundo es, a mi parecer, más discutible. Porque tanto su voz como su aspecto como su habitual manera de actuar, la de un «presentador» objetivo al que tan bien le va de Corifeo, no se adecuan al «personaje» que es Jasón y terminan rompiendo el equilibrio que él mismo había impuesto en la tragedia. Como muestra, un botón: ¿cómo puede un actor, un ente masculino, participar siquiera en el aquelarre de las brujas? Ya sé que es casi una blasfemia pero, si hablamos de un arte ancestral como la tragedia, habrá que respetar la vieja usanza. Sobre todo, si se es, como en Medea, un excelente director.

David Ladra

Mayo 2015

Título: Medea – Autor: Séneca – Dirección y versión: Andrés Lima – Intérpretes: Aitana Sánchez-Gijón (Medea), Andrés Lima (Corifeo, Creonte y Jasón), Laura Galán (Nodriza), Joana Gomila (Corifea) – Música: Jaume Manresa, interpretada por el Coro de Jóvenes de Madrid, Joana Gomila, Joan Roca y Jaume Manresa – Diseño de escenografía: Eduardo Moreno, Alejandro Andújar y Beatriz San Juan – Diseño de vestuario: Beatriz San Juan – Diseño de iluminación: Valentín Álvarez – Diseño de sonido: Sandra Vicente y Enrique Mingo – Videocreación: Miguel Ángel Raió – Director del Coro: Juan Pablo de Juan – Producción: Teatro de la Ciudad y Teatro de la Abadía


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