Mediocridad
En uno de sus múltiples y magníficos escritos, Woody Allen decía: «mi hermano es mucho más brillante que yo, está mejor formado que yo, tiene mucha más inteligencia que yo. El que lleve trabajando veinticinco años en una entidad bancaria es una injusticia». La ironía para entronar la mediocridad como la medida de las cosas. Son los mediocres quienes más señalan a los demás como mediocres. Arma arrojadiza, que se entiende casi como un insulto, que señala un estado irremediable de falta de brillantez, de calidad, de singularidad.
Y es difícil sustraerse a una realidad estadística, social, cultural, artística: lo que abunda es la mediocridad, las clases medias, los profesionales que no destacan, que cumplen con su labor sin aspavientos, que no buscan otra cosa que hacer lo que le han encomendado de la mejor manera posible. ¿Es un delito? Si uno no tiene capacidad para más, si se esfuerza y llega hasta donde llega y cada día está en su máximo nivel, ¿qué se le puede reprochar? A mi entender, nada. Absolutamente nada. Quizás el que se instale una sensación de no buscar los límites, de abandonarse a lo rutinario, de no tener más ambición que cubrir su horario, sin compromiso, sin investigar, ni seguir formándose, que es lo que lleva a una mediocridad mórbida, sí sería denunciable, o reprochable. Pero el que no se sea un genio, ni por asomo, es una condición natural. Lo excepcional es destacar de manera absoluta.
Se lee con demasiada frecuencia que alguien acusa de mediocridad a una profesión, un gremio, y se hace sin más argumentación que una supuesta comparación con lo que sucede en otras geografías. Lo bueno es que el acusador de cada ocasión se excluye de esa mediocridad, considerándose por encima de la media, cosa que casi nunca se corresponde con la realidad objetiva. Es más, todo aquél que está en un estado de gracia creativa, profesional, de calidad contrastada y reconocida y anda por encima de la media, no se preocupa. No encuentra esa mediocridad, como algo malo, sino como lo que le permite, precisamente a él, andar algo más destacado, o incluso, se siente igual que los demás, pero con un poco más de suerte o de haber acertado en la canalización de sus esfuerzos.
No pueden existir muchos directores excepcionales, si no existe unas escuelas de formación de excelencia, con profesorado brillante, ni estructuras de producción que velen por la integridad de la calidad. No pueden existir actores geniales, sino existe un ambiente propicio a la creación en libertad, fuera de la contumaz idea mercantilista. No puede haber autores, dramaturgas geniales, si se estrenan siempre clásicos o autores de moda extranjeros. No puede haber críticos que estén muy por encima del nivel de creación general, por mucho que algunos consideren que el poner muchos adjetivos y decir de cada espectáculo que critica que es el mejor del año, sea una manear de mostrar genialidad.
Por eso vamos a levantar hoy la bandera de la mediocridad, como una categoría a considerar, por lo que tienen de continuidad, de estar a la altura de las circunstancias. En el centro del mundo, equidistante por los lados, abajo cuando subes y arriba cuando bajas. Sí, en ese lugar donde están las inmensas mayorías. Lo que sí pediremos es no conformarse, trabajar para crecer, con ambición artística, cultural. Con mucha responsabilidad como mediocres en acción. No midiendo la genialidad en la cotización de la bolsa, sino en la del arte y la vida. Eso sí, además de esta apología nos mantenemos muy alerta para plantar cara a la conjura de los más mediocres, que es el auténtico problema monumental que se puede crear.