Melodía cinética
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El término ‘partitura’ como estudio de la parte en el actor, conduce en su aplicación, a ciertos equívocos. En ella quedan incluidos los movimientos, la ‘letra’, las relaciones, los gestos, y demás. La partitura es la notación codificada, en la que constan las indicaciones para ejecutar una composición musical, lo que por extensión y algo simbólicamente, llega al teatro. Todos los aspectos que hacen a la interpretación, a la visión de tal composición, están textualizadas mediante signos, figuras y símbolos. En música es el medio para expresar cómo se ejecuta la misma, en teatro es el fin en donde presuntamente están contenidas y articuladas las operaciones, hasta inclusive los disparadores subjetivos, que conforman el rol. Aunque este ordenamiento el actor lo mantiene en su memoria, y todas las transcripciones que eventualmente hacen los asistentes y aún los rescates en video, adquieren un valor testimonial que no reemplaza la densidad experiencial que sólo yace en lo profundo de sí. Es decir que el fin está en poder ejecutarla con fidelidad y propiedad. En la música, la partitura codifica la obra, en teatro constituye la sub-partitura del actor contenida en la partitura general del espectáculo. La exterioridad material que asume para un músico, que la abrocha a su atril, en el actor está interiorizada, escrita en su cuerpo, o mejor decir, en la complejidad de su unidad psicofísica. La ‘lectura’ ya está internalizada y lo que se ejecuta es lo que el entrenamiento le faculta y capacita al actor para hacer. Cómo éste lo hace significa su libertad, donde los porcentajes improvisatorios pugnan por lubricar los eslabones ensayados. En el músico, si bien la preparación previa es tanto o más rigurosa que en el actor, no impide la inmediatez de la ‘lectura’ en plena ejecución. Si esto ocurriera en el actor, el tiempo de su ejecución quedaría retardado, atrasado por la propia absorción de lo leído. Inclusive la ‘partitura’ como mandato mental, puede complicar todo el arrastre emocional al ser instrumento y partitura a la vez, como algo que nunca dejará de operar de ‘afuera’ hacia ‘dentro’.
Salvar el formulismo, sería un empecinamiento retórico algo fútil. La actividad psicomotriz dispone desde Alexander Luria, una fórmula quizá más adecuada, cual es la de ‘melodía cinética’, que transducida al teatro, podría calificar la capacidad de automatizar acciones complejas propias de este arte, fruto de la sobredeterminación que decanta las piedras que el actor pisa para cruzar por sobre las aguas del río.
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Aquella conciencia discrepante por la cual el espectador supera en conocimiento al personaje, en aspectos de la acción que éste no tiene, puede darse de manera inversa. Esto supondrá el problema que puede hacer que el público siga la ejecución de una ‘partitura’ pero desde ‘afuera’, imposibilitado de involucrarse. La melodía cinética del actor no garantiza per se, su comunicación. La motricidad del actor, sensorialmente, se resuelve al nivel de la piel en el espectador.
En un ‘recorte’ donde cualquier ejecutor de acciones ignora que es visto por otro/s, se genera el campo de una antiteatralidad, que no es sino el de una no-representación, con la que el teatro actual, sobregira algunos de sus ya exiguos fondos de reserva. Es decir, ya no la ignorancia del personaje sino la del propio ‘actor’, despiertan una posibilidad en abismo, en la que el espectador puede a la vez, ignorar que a su vez, es ‘actor’ de otro agente, que a la vez lo mira. Pareciera que mientras ‘el teatro sabe’ (Dubatti), se angustia por buscar afanosamente no saber, sin lograrlo.
Un mundo potencial de actores ‘ready-made’, imprevistos. Objetos extraños empujados a contextos artísticos; aparecidos, a valer por sí mismos, a que los críticos pulan sus criterios para bendecir las insospechadas bondades de los ‘amateurs’. El ‘amateur’ como un ‘no-actor’ de capacidades especiales, un objeto dado. El efecto de otredad puede ser tan insospechado como el del urinario de Duchamp en el Louvre de París. El efecto no es el ‘qualunquismo’ del ‘cualquiera actúa’, sino ‘ya nada es teatro’. Ni hablar de teatro de arte. El simple concepto ‘teatro’, un engaño, una teatralería para incautos. El futuro no está en artistificar lo que no es teatro sino en que el teatro no artistifica. En el marco de ‘lo teatral’ como fórmula peyorativa (Michael Fried), lo heroico es deponer la forma, entregarla. El no-teatro abjuración, componenda.
Prueba tú mismo. Arroja un cerdo a escena y no obtendrás un cerdo-actor sino un teatro porquerizado.