Zona de mutación

Metamorfosis

La metamorfosis puede aludirse como una condición impresa en los genes, pero también como una propiedad prodigiosa e inexplicable para cambiar de estado. No es ocioso destacar que esa mutación puede ser apenas aparente como una transmutación de la esencia o identidad original. Simular el cambio destaca la espectacularidad intrínseca del mismo. Por lo que cualquier simulación al respecto pretenderá acogerse a los beneficios que guarda por sí misma toda espectacularidad, sin importar si esa mutación es de fondo o no. Este tránsito en el mundo de las apariencias horizontaliza las expectativas así como banaliza todo objetivo que pretenda adjudicársele.

Cualquier alteración en el reino de las formas podría fundamentarse en un don o en una voluntad de cambio, pero en ambos casos puede connotarse el pasaje de un estado ‘A’ a uno ‘B’. Esa transición hacia, revela una calidad, un carácter propio de tal mutación. A veces será progresiva a veces brusca. Y en esas gradaciones hasta es posible que nos encontremos con que el pasaje de A hacia B es hacia un verdadero opuesto, como en otros casos comprobar que es un viaje hacia algo diferente que difícilmente permite detectar en el nuevo estado, restos del anterior.

No estamos deslindando sino los perfiles de un mero camuflaje o camaleonismo, de lo que expresa un cambio de fondo.

Tal vez no sea descabellado especificar que entre el mero histrionismo y el ‘arte’ que expresa al teatro, exista tal diferencia, donde uno de esos estados puede mencionarse como vicio de aquel que sustenta un cambio verdadero. Esta pelea histórica, en el terreno teatral, expone las diferencias entre las sapiencias del oficio o la solvencia de la profesión y la de un teatro arte.

El metamorfoseador profesional es un prestidigitador pero no un demiurgo, tomando a éste como un principio activo susceptible de incidir en la materia.

Todo ritual de encarnación, aún de asunción de un ‘ser’ otro, marca la presencia de estados intermedios, en los que la condición original, antes de ser otra, pasa por ese ‘entre’ en el que no es nada definidamente como para que lo blando sea duro, lo seco húmedo, lo rugoso liso.

Feldenkrais en sus ejercicios de terapia con masilla, devela la proyección que a través de la forma realiza una persona, aún sin ser consciente de ello. En todo caso, la forma revela por qué la masa absorve la imagen que de sí mismo tiene el manipulador.

En todo este movimiento, aún cuando lo observado pueda parecer negativo, se instala el principio de la vida. Lo pétreo e inmóvil, por el contrario, no indicaría otra cosa que un signo de muerte.

La metamorfosis es ese movimiento, esa transmigración de la materia hacia estados surgidos de un acto creativo. El acto paradigmático sería el que relata la leyenda de Pygmalión, quien se enamora de la estatua de marfil que sus manos tuvieron a bien crear. Su prodigio no está en la estatua en sí sino en que esta cobra vida por la necesidad profunda del artista, a quien los dioses le conceden la gracia de tornar la fría materia del marfil, a la rozagante templanza de la vida.

Es verdad que tendemos a tratar este don como ‘poder’; poder animar lo inanimado. Pero lejos de ser manifestación de poder, lo es en realidad de una capacidad profunda de cumplimentar en el mismo sentido, una necesidad. Se trata más bien de una compenetración ‘milagrosa’ con la materia prima cerril, la expresión de los más secretos dones. Capacidad que puede dar curso a la otredad contenida en una sustancia original.

La capacidad metamórfica está en el actor, y depende de qué estímulos y catalizadores usa, para desatar en él una auténtica muestra de lo que es cambiar, con todo lo que esto significa.


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