Velaí! Voici!

Mónica Valenciano y los pasos perdidos

Lo nunca visto, lo inesperado, el preciosismo de lo antibello, lo alucinante, lo apasionante… todo esto y mucho más es lo que hace la fenomenal Mónica Valenciano en ‘El lugar de los pasos perdidos’, que cerró el XX Festival Isto Ferve del Teatro Ensalle de Vigo el primer fin de semana de marzo.

¿Por qué me conmueve tanto todo lo que he visto de Mónica Valenciano? Va más allá del «me gusta» o del «no me gusta». Tiene que ver, quizás, con una enorme presencia y con una convicción, respecto de cualquier acción escénica que realice, que excede el concepto de función profesional (no parece la convicción de una bailarina, intérprete, coreógrafa, actriz o creadora, va más allá de eso, o eso es lo que me hace sentir). Su presencia es un poema. Su presencia es un espectáculo en sí misma. Su presencia es una filosofía de vida en acción.

Hay en su presencia y en sus acciones, sin duda, una salida hacia los terrenos inexpugnables de lo extraordinario, utilizando elementos que podríamos considerar de rango opuesto a lo extraordinario, de rango inferior, que podríamos considerar vulgares, baratos, objetos desechables, insignificantes y, al mismo tiempo, necesarios (una fregona, pañuelos de papel, un trozo de pan, cerillas, sillas plegables, una linterna…).

En el espacio que abre su performance, por ejemplo, un micrófono no está para recoger palabras, razonamientos o un texto literario excepcional, sino para amplificar el sonido del suelo que nos sostiene, para arrastrarse por el suelo mientras ella baila sin que parezca que baile, o que va a ninguna parte, pretendiendo ir a alguna parte. Un espacio donde Bach llora gotas de leche en pañuelos empapados y colgados del cable del micrófono. Un espacio en el que el dúo con la fregona traza un rastro efímero, húmedo e impermanente como los cuerpos y sus pasos. Un espacio de luces y sombras, donde la linterna es un juguete que baila con una mano, con nuestras cabezas, transformadas en siluetas que entran en escena como algo que se enciende y apaga, transformadas, por tanto, en momentos, en pedazos de tiempo fugitivos. Un espacio donde crepita el cante jondo en nuestro pan de cada día y en el del pasado, el pan que es antorcha encendida, en ese lugar de pasos que se perdieron… Y todo ello entra en una especie de ritual o conjuro que nos incluye y nos transporta a otras dimensiones.


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