Cinismo Teatral

Nada que celebrar

Este año, como cada 365 días desde 1961 (o 366, como este año bisiesto), se celebra el Día Mundial del Teatro, aunque, para el servidor que escribe estas líneas, eso de celebrar no es más que un eufemismo, un subterfugio. ¿Qué celebramos? ¿Que el teatro sigue “vivo”? ¿Que aún no se ha hundido del todo? Seguimos en la cuerda del funambulista, no viviendo, sino sobreviviendo, malviviendo

Y ni eso, ciertamente. Siempre se ha dicho que el teatro está moribundo desde su nacimiento, pero, en estos días nuestros, lo padecemos más que nunca: nos desgañitamos hablando del tema, pero los hechos son incontestables y, nosotros, los que nos dedicamos a esto, más allá del nunca logrado apoyo institucional, nos autolesionamos continuamente con saña, desde el cainismo. Los puntos desde los que analizar por qué hay bien poco que celebrar son varios, aunque interconectados, pues todos parten del hecho inexorable de que el teatro no interesa; esto es causa y consecuencia y cualquier alegato argumentando lo contrario resulta iluso.

Podemos empezar nuestro recorrido con la programación de los teatros públicos, esos gigantes con pies de barro, paquidermos anquilosados donde se fomenta de todo, excepto el riesgo y la innovación: se programa para el público del siglo pasado, sin parangón. Continuamos con el teatro alternativo u off, en plena burbuja inmobiliaria, que ya, y desde hace tiempo, es insostenible; en este circuito, devastado por la lógica de la oferta y la demanda, en contraposición a la mayoría de propuestas de los teatros públicos, pueden verse trabajos verdaderamente impresionantes, libres de ataduras institucionales… Y también mucha mediocridad, ocasionada ésta por el sentir tan posmoderno del ser humano actual, que desea exhibirse en todo momento. Asimismo, la inmediatez hace estragos en muchísimos montajes que podrían llegar a más: los actores, dramaturgos, directores y demás equipo conformante de la farándula, tienen la mala costumbre de comer todos los días, y el teatro, como bien sabemos, no da de comer, ¡ni por asomo!

Dada la pésima situación vigente, empeorada por la crisis económica que vivimos desde 2008, se ha hecho uso de diversas triquiñuelas en nombre del teatro, que no hacen más que meter el dedo en la llaga: actores trabajando sin estar dados de alta en la seguridad social, el viejo truco de facturar, tanto compañías como salas, a través de asociaciones culturales propias y ajenas (sí, a esto se llega). Algunos dirán que, de otra forma, es imposible hacer teatro; y sí, puede que, en parte, tengan razón (21% de IVA), pero la dignidad es lo último que debe perderse, y aún quedan alternativas que posibilitan el mantener parte de ella (véanse las gestorías dedicadas al ámbito artístico o las cooperativas laborales).

Por último, tenemos un mal endémico que a mí me gusta llamar “el compadreo”. Tampoco hay que disertar demasiado para saber de qué estamos hablando en este aspecto: si ya de por sí, los teatros están desiertos, ¿qué ocurre cuando se ensalza a un autor/director/actor concreto, en un uso deshonesto de la objetividad? Debemos ser conscientes de que al teatro no le ocurre lo que al cine: cuando un espectador va al cine y no disfruta la película, no dice «no me gusta el cine», dice «no me ha gustado la película». En cambio, cuando va al teatro y no le gusta la función, dice, sin duda, «a mí es que no me gusta el teatro», no nos dan segundas oportunidades. Esto es algo contra lo que hay luchar y, por ello, cuando el compadreo auspicia a un nuevo valor, y sus méritos son cuanto menos cuestionables… ¿Qué estamos haciendo, realmente? Pues mantener estática la imagen de ese teatro bífido: la comedia burguesa y la tragedia soporífera. Y, de paso, matar todo nuevo espectador.

El 27 de marzo se celebra el Día Mundial del Teatro. Para mí, con este análisis de andar por casa (donde, por supuesto, me dejo en el tintero otros temas candentes), no hay nada que celebrar. Y, sin embargo, ¡feliz día mundial del teatro! Porque los que nos dedicamos a esto con pasión, tenemos algo en común: el masoquismo.


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