Nadie puede con todo
Circunstancias personales aparte, los otoños son imposibles. La estacionalidad en las propuestas culturales nos lleva a situaciones de angustia y estrés. Cuando se acumulan muestras, encuentros, festivales, estrenos, presentaciones, elecciones, convocatorias, salones y otras convocatorias sobrevenidas, uno entra en pánico. Ese uno no se puede multiplicar. Ni dividir. Y quiere estar en todos los lugares, y quedar bien con todos, porque se vive siempre en un estado de provisionalidad y parece que si por la razón que sea renuncias o anuncias con educación y argumentos tu imposibilidad para acudir, no serás nunca más invitado. El salir del «corte» o de los listados para invitaciones de los protocolos de institutos, teatros, embajadas o editoriales se entiende como una entrada en la marginalidad.
Estoy escribiendo desde la postura de un director de medios especializados, que lleva décadas de crítico, cronista, promotor, editor, librero y hasta como autor, director y actor, pero de manera subsidiaria y no preeminente. En muchos teléfonos simplemente tengo que decir, hola, soy Carlos Gil, ¿puedo ir a ver….? Y añado la obra en concreto. No me gusta acudir a los estrenos. Son los días en los que el ambiente se empequeñece, se convierte en irrespirable en ciertos momentos. Pero cuando sucede, voy, intento aislarme de esa frecuencia tan densa y saludar a amigos y conocidos con la satisfacción del reencuentro.
Quiero decir que existe una especie de casta de estrenistas. Es el llamado «corte» y cada vez que llega un nuevo director a un festival o a un teatro institucional, se encuentra con unos listados que en un porcentaje más o menos elevado no se compadece con una política de difusión y comunicación profesional, sino algo mucho más ambiguo, donde puede existir afluentes políticos y partidistas o de amistad. Nada grave. ¿O sí, depende cómo se quiera mirar y valorar este asunto que viene de la tradición, la costumbre y la influencia?
Pero si ampliamos la mirada, el ser invitado a una muestra, un estreno fuera de tu lugar de residencia, el acudir a festivales internacionales, a muestras nacionales de otros países, es algo que se mira con envidia, con resquemor. Quienes viajamos somos sospechosos de casi todo. Viajo regularmente a Iberoamérica, nunca con cargo a los presupuestos del Estado español. He escrito nunca y eso no debe ser muy normal. Debo ser un caso único, una excepción. Me invitan de festivales porque consideran que les puedo servir, ya sea dando un taller, o con la simple influencia que una opinión especializada puede tener en otros programadores de festivales. O porque colaboro de manera más cercana. No hay truco. Hay años de expediente. Voy a unos festivales, pero son muchos más a los que no voy. En el Estado español, en Europa o en América.
Y es que nadie puede estar en todo y quien lo desee puede entrar en un estado histérico que no le deje vivir. Conforme se van decantando los años, las citas médicas, las circunstancias más íntimas, uno puede seleccionar. No mucho, pero dentro de un campo específico, acudir a los eventos que le puedan aportar a uno más conocimientos, más posibilidad de interacción. Y en otros porque la rutina amistosa es fruto de una colaboración profesional. Por eso duele no acudir a alguna cita que uno siente como primordial, fundamental, un contacto con una realidad que uno conoce bien, pero que siempre descubre otras novedosas propuestas de dramaturgia española: la Muestra de Alicante.
En ocasiones uno deja de ir a un sitio para acudir a otro. En este caso no existe intercambio. No fui a Alicante por asuntos personales sobrevenidos, pero no hay alternativa, por las características de la muestra. Esta semana, por los mismo motivos, tendré que reducir mi presencia en otros eventos en los que tengo una fe ciega, unas ganas de acudir objetivas por lo que se anuncia va a suceder. Podré, en cambio, dedicarme a ver otros espectáculos en mi actual Madrid de residencia, donde se acumulan los estrenos, las novedades de todo tipo, de tal manera que hay días que ante la necesidad de elegir entran ganas de quedarse quieto, en casa, con un libro o acabando esos trabajos pendientes.
Este es el relato de un privilegiado. Así me siento en muchas ocasiones. Me molestan todos los mitómanos, especialmente los que invierten esa admiración desmedida hasta convertirla en envidia. No se puede con todo. Disfrutemos cada cual con lo que podemos abarcar con posibilidades de asimilarlo en condiciones. Y esperemos que la estacionalidad se amplíe. Pero no parece muy factible en estos momentos históricos.